Laicismo moderno: al César lo que es del César, ¿y…? “Adiós, que te vaya bien”.

Gonzalo Letelier Widow | Sección: Política, Religión

No cabe duda de que la laicidad es un tema de moda. Al interior de la Iglesia, por el aún abierto problema de la función específica del laico, y hacia afuera, por el problema de los límites entre el poder político y el espiritual. Si el primero es una cuestión teológica, el segundo es estrictamente político, no religioso. Es un problema de laicos.

En el lenguaje cotidiano, se entiende por “laico” y “laicidad” la condición de aquello que no pertenece a ninguna confesión religiosa y que, por lo tanto, es autónomo. Evidentemente, caben aquí innumerables actitudes, desde una sana independencia respecto de las autoridades religiosas hasta el más acérrimo anticlericalismo ateo.

Resulta, sin embargo, demasiado difícil resistir la tentación de indicar que la palabra “laico”, porque opuesta al “clero”, es intrínsecamente relativa a la Iglesia. En rigor, sólo es laico el que pertenece a ella; el otro es cualquier cosa menos laico. Evidentemente, esto no demuestra nada. Y no vale la pena detenerse a discutir sobre palabras (de nominibus no est disputandum, dicho en latín para que suene más categórico), porque su significado es convencional. Pero todo esto es cierto sólo a condición de que antes nos hayamos puesto de acuerdo sobre ese significado convencional; de lo contrario, como sucede tantas veces, la discusión será estéril, porque estaremos hablando de cosas diversas. Lo cual nos plantea un primer gran problema.

Como el término está ya cargado de connotaciones ideológicas, reconocer un significado entre tantos posibles implicará de por sí hacer concesiones doctrinales; por eso, parece mejor no buscar ese imposible consenso en la palabra “laico”, sino en algún principio aceptado por moros y cristianos (y ateos, agnósticos, librepensadores y anticlericales varios).

Curiosamente, ese principio unánimemente aceptado existe; de hecho, pese a su origen cristiano, es enarbolado como verdadera bandera por el laicismo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Hasta aquí, todos de acuerdo: basta ya de confundir religión y política; fuera los curas del Congreso; basta de políticos dando lecciones de teología. Comencemos entonces pues a sacar consecuencias.

Un primer punto que se impone (y que frecuentemente se olvida) es notar que el principio tiene dos partes. No una (la primera, obviamente), sino dos. Es decir, también hay que darle a Dios lo que es de Dios. En general, el tema se resuelve restringiendo la propiedad de Dios, de modo impúdicamente unilateral, al ámbito de la vida privada. Pero esto implica presuponer que a Dios no le interesa la vida pública, lo cual, si le preguntamos a Dios, está bastante lejos de ser cierto. Al menos, no es a los cesaristas que les corresponde decidirlo. Más bien sucede al contrario: la religión normalmente ha exigido un culto público a Dios. Para tranquilidad de los laicistas, sin embargo, nos apuramos a aclarar que esto está muy lejos de significar injerencias indebidas en política. En efecto, si sólo en Occidente se logró una efectiva separación de poderes, fue precisamente porque Occidente era cristiano, y por lo tanto reconocía unos derechos de Dios distintos de los del poder temporal. No es el caso entrar en la discusión de si en la historia real esos poderes se respetaron plenamente; lo que sí es cierto es que nunca un príncipe cristiano (sí algunos príncipes apóstatas) reclamó para sí o para el Estado el culto debido a Dios, porque ipso facto habría dejado de pensar cristianamente. La injerencia indebida de cualquiera de los dos poderes en el otro contraría los mismos principios que los legitiman.

En conclusión, o se afirman los dos términos o no se afirma ninguno. La dimensión espiritual y trascendente del hombre es innegable; a alguien tenemos que darla. Limitarnos a dar al César lo que es del César, sin reconocer a Dios lo que es de Dios, significará indefectiblemente dar al César lo que es de Dios.

Segundo punto. Visto que no se entiende una parte del principio sin la otra, resulta necesario averiguar qué es de Dios, para poder dárselo. Y la respuesta universal de la religión es sencilla: de Dios es todo. Pero no hay que agitarse, porque Dios ya posee las cosas desde antes que se las demos; es decir, las posee en su propio orden y en su propio orden hay que dárselas. En concreto, esto significa que una de las primeras cosas que pertenece a Dios como derecho propio, es que los hombres den al César lo que es suyo. Digámoslo más sencillamente:

La originalidad del cristianismo no está en una imposible autonomía absoluta del poder temporal, que significaría hacer Dios al César, sino en haber mostrado que el único modo realmente justo (y eficaz) de dar al César lo que es del César, es hacerlo como deber ante Dios.

No puede no haber un poder espiritual; o se le atribuye al hombre, como hace la religión laicista de la modernidad, o se le reconoce a Dios en sus delegados, el cual, afortunadamente, es profundamente respetuoso del derecho de César (y aún más celoso por el derecho de los oprimidos por César). No hay más opción.

Un tercer y último punto. Como sabemos, este principio es evangélico; de seguro no será ocioso revisar qué viene antes en la narración del Evangelio. En nuestro caso, interesa notar el modo en que Jesús responde a la pregunta de los fariseos, pues permitirá también responder a la pregunta del punto dos: ¿qué hay que darle a Dios?

Nuestro Señor muestra qué es lo que hay que darle al César a través de un gesto que resulta inmune a toda crítica o duda: nos muestra que la moneda (símbolo no solo de los bienes materiales, sino de todos los asuntos humanos, incluso aquellos no muy limpios…) tiene la imagen de su dueño. En efecto, César es responsable, y tiene siempre mucho cuidado en ponerle nombre a sus cosas para que no se las roben.

¿Y a Dios? Es cierto, Jesús no nos lo dice allí, pero no porque sea algo oculto o secreto, sino por evidente, porque como ya nos lo dijo con toda claridad hace tanto tiempo, que por sabido lo olvidamos. Para recordarlo, bastará buscar las cosas en las que Dios escribió su nombre para que nadie (ni demonio, ni mundo, ni carne) se las robe, tal como hizo el César. Algo que, como si fuera una etiqueta que dice “De: Dios”, tenga grabada (o mejor aún, sea) su imagen. El Génesis es un buen lugar para empezar. Y a poco andar encontraremos cosas a las que amó tanto, que no sólo les escribió el nombre, sino que se instaló a vivir con ellas. Son su Semejanza.

Eso, nada más y nada menos, es lo que hay que darle a Dios. En concreto, el culto público que se le debe en justicia, y el orden natural de todas las cosas que le pertenecen.

Tagged as: , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , ,