La vocación del intelectual católico

Pablo Cristóbal Jiménez Lobeira | Sección: Religión, Sociedad

Esta semana tuve la oportunidad de participar en un foro de jóvenes católicos preocupados por participar en la vida política y social del país. Se me invitó a introducir algunos puntos para la discusión de un tema y a lanzar algunas preguntas que suscitaran el debate. No sé a ciencia cierta cuánto obtuvieron ellos de mí; de lo que estoy seguro es de lo mucho que yo aprendí de ellos y de su entusiasmo y sus ilusiones por buscar un México mejor. Algo tiene la juventud que renueva. Un país con niños y jóvenes debiera estar siempre agradecido de la fortuna de tenerlos.

Como no había tiempo ya, por la apretada agenda de ese encuentro, para redondear y terminar la discusión con algunas conclusiones, pensé escribir la síntesis para compartirlas. Dedico estas líneas a esos jóvenes y a todos los jóvenes católicos que quieren hacer algo por México también en el terreno temporal.

Las preguntas de las cuales partimos para la discusión eran estas: 1º ¿qué es un intelectual católico?, 2º ¿cómo es posible que en un país donde los católicos constituyen un abrumadora mayoría, con frecuencia no participan en los foros públicos de discusión sobre temas cruciales de la vida nacional?, 3º ¿cuál debe ser la misión de un intelectual católico en el México de hoy?

Tal vez no sea fácil dar una definición precisa de “intelectual católico”, ni siquiera una de “intelectual” a secas. Pero definitivamente un intelectual católico es un pensador que cree en la revelación que predica la Iglesia católica, y que reflexiona y, hasta cierto punto influye, en temas de discusión de interés para muchos. Ahora bien, no se trata de uno que piensa y habla necesariamente de religión. Hay también intelectuales de la teología o de la vida eclesial. Sin embargo la mayoría de los jóvenes católicos están inmersos en el mundo de la política, de la educación, de la economía, de lo social, de la empresa, del arte. Ahí hacen sus vidas. Esos ámbitos ocupan gran parte de su tiempo. Por lo tanto, si existe una vocación intelectual para ese joven conectado más con la dimensión “temporal” –que pudiéramos llamar para distinguirla de la “eterna” o estrictamente eclesial– de la realidad, por más que esta persona sea católica su distintivo no puede estar en que se dedique a lo que no tiene que ver con lo temporal.

El intelectual católico no se distingue de cualquier otro intelectual por el tema del que se ocupe, sino por cómo lo aborda. Tanto él como otro podrán hablar de la democracia, o de la pobreza, o de un conflicto internacional. Incluso puede coincidir con otros pensadores en lo que hay que hacer, pero cambiará la perspectiva de cómo, en qué medida y sobre todo por qué. El católico cree en una revelación que, entre otras, acarrea la consecuencia de cambiar el orden temporal de las cosas según esa misma revelación. Por la revelación, por ejemplo, el católico sabe que todos los hombres son hijos de Dios. Una consecuencia práctica y que ya roza el orden temporal es la dignidad de cada persona y su valor infinito. Y otra todavía más práctica es que el salario que gana la inmensa mayoría de nuestros compatriotas no da para llevar una vida mínimamente digna. Sabiendo a dónde hay que llegar, al católico toca, en el ámbito temporal de su competencia, proponer caminos que lleven a la solución; esa parte suya nadie la puede sustituir, ni la revelación (ningún libro sagrado dice que el salario mínimo de México a principios del siglo XXI es paupérrimo), ni la Iglesia misma.

Ahora paso a la segunda pregunta. En un país de mayoría católica no se oye, dentro de los foros intelectuales, la voz de quienes profesan esa fe. ¿Qué ha sucedido? ¿A qué se debe un secuestro de más de doscientos años? Baste dar un vistazo a las publicaciones de mayor difusión en diversos campos de las humanidades y las ciencias sociales al día de hoy, para advertir el vacío de aquello que los católicos querrían o podrían haber dicho y no lo dijeron. Parece haber a esto tres motivos que salieron de nuestra reflexión en conjunto.

El primero, es la labor sistemática y, a fin de cuentas eficaz, de grupos intelectuales con fobia hacia los católicos, manifiestamente una parte por lo menos de la masonería que dominó los destinos de México desde los años cuarenta del siglo XIX, y otra parte a cargo de un tipo de socialismo como el de algunos países de Europa donde, por regla general, se considera no sólo el catolicismo sino casi cualquier religión tradicional como un elemento de división, de retraso y de fanatismo que hay que eliminar o por lo menos domesticar en el moderno Estado liberal.

Una segunda explicación posible, un poco dura pero que por lo menos habría que reflexionar, es que, aunque seamos un país nominalmente católico, muchos vivimos un ateísmo práctico, es decir como si Dios no existiera. Y por lo tanto cuando se suscitan discusiones que atañen al campo profesional de cada uno, si es que influye en el medio, es como especialista de esa profesión, pero no como católico (ya dijimos que el verdadero intelectual católico no es el que no posee un campo de estudio, sino el que, además de poseerlo y dominarlo, lo enfoca tomando en cuenta su fe).

Una tercera y última posibilidad es que los católicos simplemente no hemos estado a la altura de lo que sucede en el mundo del pensamiento en México. Este hecho no tiene nada de católico en sí. Ser católico no implica que tenga que renunciar a razonar y a influir en la cultura a mi alrededor, más bien al contrario, y de esto encontramos ejemplos fehacientes en muchos países del mundo donde los católicos han incidido decisivamente en el pensamiento, como el Movimiento de Oxford de finales del siglo XIX y principios del XX. Sin embargo habría que analizar si los católicos nos hemos preparado lo suficiente, si conocemos a fondo nuestra profesión y además nos hemos empapado de la revelación y de la propia fe, si conocemos la doctrina católica sobre diversos temas (por ejemplo sobre lo social), si hemos reflexionado acerca de cómo se concreta esa doctrina en nuestra realidad temporal y, finalmente, si contamos con las herramientas académicas y argumentativas para comunicar, dialogar y, en suma, hacer que nuestra voz se oiga de manera clara. Si esta no fuera la única explicación, pero resultara también cierta, por sí misma abriría un reto para los jóvenes católicos de hoy.

La misión del católico entonces quedaría dibujada de la siguiente manera. Primero. Si es católico, debería vivir su fe, y para eso conocerla y saber qué metas plantea a la dimensión temporal en términos generales y, en particular, al campo de su profesión (economía, filosofía, derecho, biología, informática, etc.). En segundo lugar, debería reflexionar a fondo en su profesión y su campo a la luz de los objetivos que le plantea la fe y llegar a conclusiones concretas. En tercero, debería formarse adecuadamente no sólo en su fe ni sólo en su campo profesional, sino también en el de la comunicación eficaz para volverse capaz de traducir al lenguaje ordinario –entendible sobre todo para los que no comparten su fe– esas conclusiones, y de presentar argumentos racionales que las apoyen. Por último debería trabajar en equipo con otros pensadores para ir encontrando respuestas a los problemas, para compartir investigaciones y para llegar a medios de publicación.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente en periodismocatolico.com.

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