Una propuesta de renovación pedagógica para la escuela católica (Parte III)

Pedro L. Llera | Sección: Historia, Religión, Sociedad

¿Y los padres?

Antes que nada, es imprescindible obligar a los niños a trabajar y no dejarles que hagan lo que les apetece o lo que les dé la gana. Lo deja claro Bernhard Bueb en su obra Elogio de la Disciplina:

Los niños no nacen obedientes, ignoran las órdenes, se rebelan contra las medidas educativas, desacatan las instrucciones y utilizan todos los medios que tienen a su alcance para imponer su voluntad. Soportar las rabietas de un niño de 3 años que pide algo sin sentido, sin dejarse llevar hasta el extremo de darle un cachete o incluso un buen bofetón, requiere que el padre o la madre aplique la debida autodisciplina, una autodisciplina que suele ser proporcional al nivel de formación. Los padres con mayor formación saben que la educación no se consigue sin conflictos. Se necesita ser valiente, no ceder de inmediato y no temer a los posibles espectadores si una actuación coherente provoca molestias. El supermercado, el restaurante y el compartimento del tren son escenarios habituales de los conflictos pedagógicos. Quien exige de manera coherente a un niño que obedezca, demuestra valentía ante los espectadores, que en Alemania desaprueban con demasiada frecuencia que se actúe de forma coherente. Lo mismo puede decirse de los espectadores más cercanos, que son los que forman el círculo familiar o el de las amistades.

Ser valiente para educar significa, ante todo, tener valor para aplicar disciplina. Aunque la disciplina sea el ‘patito feo’ de la pedagogía, es el fundamento de toda educación.

A diario, madres, padres, maestros y educadores deben soportar la tensión de exigir a niños y adolescentes subordinación, obediencia y disciplina, al tiempo que los guían  hacia la independencia, al autodisciplina y la libertad.”

Y Ricardo Moreno señala lo siguiente a este respecto:

Hay padres tiranizados por sus propios hijos. Si a los tres años, ante el primer amago de levantarle la mana a alguno de sus progenitores o ante la primera grosería, le hubieran dado un cachete, no se hubiera llegado a esa situación. Páginas atrás he defendido lo sano de una bofetada en el momento oportuno, pero si se ha dejado pasar la ocasión, la bofetada que no recibió antes de los siete años ya no tiene sentido a los quince. La solución entonces es cortar el suministro económico. Al hijo se le mantiene y se le compra el material escolar y la ropa indispensable, pero se acabaron los pantalones de marca, el móvil y la paga semanal, se ponga el chico como se ponga, y hay que mantener esa situación hasta que este se muestre dispuesto a cambiar de actitud.

Hay padres que parecen tener miedo a educar, porque no quieren reprimir. Pues tampoco se debe tener miedo a reprimir, porque sin represión no hay educación posible. A los pedagogos que sostienen que todo se resuelve con diálogo permanente no hay que hacerles ningún caso. Educar es, sobre todo, poner límites, porque quien no reconoce sus límites es un ser enloquecido, y los límites no se negocian ni se dialogan.

Desde que nace, a un niño se le imponen unos horarios para comer y dormir, unos hábitos de higiene, unas normas de comportamiento, y no se puede montar un foro de diálogo varias veces al día cada vez que se le sienta a comer, se le baña o se le manda a dormir. El dar las gracias, pedir disculpas cuando uno se equivoca o ceder el asiento a los mayores han de convertirse en actos reflejos. Y cuando la buena educación y los buenos hábitos de conducta ya se dan por descontados, la relación con los hijos es mucho más cordial y alegre, y es esa cordialidad y alegría la que entonces puede posibilitar el diálogo, porque con un niño consentido es imposible dialogar. El diálogo, sobre todo entre padres e hijos, exige unos modos de comportamiento previos que se han de imponer, por muy represivo que esto pueda ser.

Otro punto que trae a los educadores muy desasosegados es que hoy los chicos lo tiene todo. En este punto también hay que ser muy firmes y saber decir que no a muchas cosas. Es muy difícil, en fiestas señaladas, convencer a tíos, abuelos o padrinos, que parecen querer rivalizar en comprar regalos a los niños, para que moderen su entusiasmo, pero se debe intentar. En una sociedad próspera, es difícil negar una cosa que se tiene al alcance, sin contar con lo tentador que puede ser consentir en algo para que el hijo deje de dar la monserga. Pero no todo es bueno, aunque uno se lo pueda permitir económicamente, y ceder a la tentación puede ser eficaz a corto plazo, pero a la larga se paga carísimo. Un niño necesita, antes de nada, sentirse querido, y no se va a sentir más querido porque le compren más cosas. Más bien al contrario, cuando se consiente algo a un hijo para que se calle de una vez, se demuestra un claro desinterés por él. Cuando se convierte en un quinceañero el asunto se complica todavía más, porque está mediatizado por lo que tienen lo otros. Se puede ceder en algo para que no se sientan demasiado distintos, pero no en todo, y a veces, ¡qué le vamos a hacer!, no habrá más remedio que cortar el diálogo con un sencillo, lacónico y categórico no”.

Sin embargo, como señala Alicia Delibes, “todavía hoy, muchos padres, a pesar de sentirse acosados por sus hijos adolescentes, se niegan a aceptar la necesidad de poner límites a la voluntad caprichosa de los niños y miman a sus pequeños con exceso”.

Lo que los padres no deberían hacer nunca es desautorizar al profesor delante de sus hijos. Y mucho menos, insultarlos o amenazarlos. Si hay alguna discrepancia con el profesor, se ha de aclarar el problema en privado. Dice Ricardo Moreno: “Es hoy cosa corriente que, después de reprender o sancionar a un estudiante, el profesor se encuentra con un padre envalentonado preguntando que qué le ha hecho usted da mi niño. Todo esto sin tener sobre lo acontecido nada más que la versión de la criatura”. Esto está a la orden del día. Y si el “envalentonamiento” (cuando no chulería o falta de educación manifiesta) se da con el niño delante, la batalla está perdida. Pero el problema, a medio o largo plazo, no lo va a tener el profesor: lo va a tener ese padre en su casa. Y acabarán pagando muy caro su error.

En definitiva, “la educación no es más que amor y ejemplo”. Así lo describe Friedrich Fröebel. No hay nada que añadir a esto.

Lo dicho hasta aquí vale lo mismo para la escuela católica que para cualquier otra escuela, sea esta privada, concertada o de titularidad pública. De hecho he expuesto mis propias ideas remitiéndome a otros autores de prestigio como Alicia Delibes, Ricardo Moreno o Bernhard Bueb, que han dedicado toda su vida a la educación y que tienen el prestigio que yo no tengo.

Yo no voy a proponer ninguna propuesta revolucionaria en cuestiones metodológicas. No soy pedagogo. Para serlo, hacen falta muchas horas de estudio para llegar a tener una formación amplia en esa ciencia: no es mi caso. Y después de acabar la carrera, debería ponerme bajo la tutela de alguien que supiera más que yo, para que me señalara un tema de investigación. Y tendría que volver a dedicar muchas horas a estudiar para especializarme en ese tema y conocer lo que otros han dicho antes. Sólo después de este esfuerzo, cuando llegara a la frontera de lo desconocido, estaría en condiciones de plantearme la posibilidad de descubrir algo nuevo. Y, aún así, todavía tendría que recibir muchas y muy amargas lecciones de humildad, al ver que gran parte de las ideas que se me van ocurriendo ya están descubiertas desde hace mucho tiempo. Y si algún día pudiera llegar a ofrecer alguna aportación nueva, muy probablemente sería una aportación modesta, porque es poco frecuente llegar a ningún descubrimiento espectacular. Yo, lo poco que sé sobre educación, lo he aprendido durante casi treinta años de trabajo como profesor. Y desde esa experiencia, creo que no hay mejor escuela que la escuela tradicional: el profesor explica, el alumno atiende en clase y pregunta sus dudas; se hacen ejercicios en clase y se corrigen; el niño estudia y hace sus tareas escolares en casa; y, por último, el profesor evalúa ese aprendizaje. No se puede aprender nada si no se estudia. Y estudiar es un trabajo muchas veces penoso y siempre arduo, que exige disciplina, constancia, soledad y silencio.

Pienso honradamente que en esto de las metodologías pedagógicas está todo descubierto y que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Por lo tanto, seamos humildes y no perdamos el sentido común. No confundamos lo novedoso con lo bueno ni lo “tradicional” con lo malo. Eso es una estupidez. Un síntoma de madurez consiste en perder la inquietud por estar al tanto de las últimas novedades y de las ideas más novedosas que van apareciendo, para leer y releer a los grandes autores del pasado, los que nunca pasan de moda. La escuela católica tiene grandes santos educadores, que deberían ser nuestra referencia insoslayable: San Juan Bautista de La Salle, San Ignacio de Loyola, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San José de Calasanz o San Juan Bosco, entre otros. Esa es una riqueza que debemos redescubrir y valorar. No cambiemos el Pórtico de la Gloria o la Catedral de León por una de esas iglesias posmodernas que parecen más un tanatorio que un templo y que invitan más a salir corriendo que a rezar. Algo así pasa con la pedagogía de nuestros santos comparada con las corrientes pedagógicas posmodernas: no hay color… Yo me quedo con lo tradicional antes que con los disparates modernos.

¿Y sobre la educación católica, qué?

Siguiendo el mismo procedimiento empleado hasta aquí, remitiré mis opiniones a la autoridad de otros. En este caso, al magisterio de la Iglesia: concretamente a la Encíclica Divini Illius Magistri del Papa Pío XI:

3. […]  Se multiplican las teorías pedagógicas, se inventan, se proponen y discuten métodos y medios, no sólo para facilitar, sino además para crear una educación nueva de infalible eficacia, que capacite a la nuevas generaciones para lograr la ansiada felicidad en esta tierra.

4. La razón de este hecho es que los hombres, creados por Dios a su imagen y semejanza y destinados para gozar de Dios, perfección infinita, al advertir hoy más que nunca, en medio de la abundancia del creciente progreso material, la insuficiencia de los bienes terrenos para la verdadera felicidad de los individuos y de los pueblo sienten por esto mismo un más vivo estímulo hacia una perfección más alta, estímulo que ha sido puesto en la misma naturaleza racional por el Creador y quieren conseguir esta perfección principalmente por medio de la educación. […] Pretenden extraer esa perfección de la mera naturaleza humana y realizarla con solas las fuerzas de ésta. Este método es equivocado, porque, en vez de dirigir la mirada a Dios, primer principio y último fin de todo el universo, se repliegan y apoyan sobre sí mismos, adhiriéndose exclusivamente a las cosas terrenas y temporales; y así quedan expuestos a una incesante y continua fluctuación mientras no dirijan su mente y su conducta a la única meta de la perfección, que es Dios […]

La educación consiste esencialmente en la formación del hombre tal cual debe ser y debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el cual ha sido creado.

5. La obra de la educación cristiana tiende a asegurar el Sumo Bien, que es Dios, a las almas de los educandos, y el máximo bienestar posible en esta tierra a la sociedad humana.

45. […] Es erróneo todo método de educación que se funde, total o parcialmente, en la negación o en el olvido del pecado original y de la gracia, y, por consiguiente, sobre las solas fuerzas de la naturaleza humana. A esta categoría pertenecen, en general, todos esos sistemas pedagógicos modernos que, con diversos nombres, sitúan el fundamento de la educación en una pretendida autonomía y libertad ilimitada del niño o en la supresión de toda autoridad del educador, atribuyendo al niño un primado exclusivo en la iniciativa y una actividad independiente de toda ley superior, natural y divina, en la obra de su educación. Pero si los nuevos maestros de la pedagogía quieren indicar con estas expresiones la necesidad de la cooperación activa, cada vez más consciente, del alumno en su educación; si se pretende apartar de ésta el despotismo y la violencia, cosas muy distintas, por cierto, de la justa corrección, estas ideas son acertadas, pero no contienen novedad alguna; pues es lo que la Iglesia ha enseñado siempre y lo que los educadores cristianos han mantenido en la formación cristiana tradicional.

74. La eficacia de la escuela depende más de los buenos maestros que de una sana legislación. Los maestros que requieren una escuela eficaz deben estar perfectamente preparados e instruidos en sus respectivas disciplinas, y deben estar dotados de las cualidades intelectuales y morales exigidas por su trascendental oficio, ardiendo en un puro y divino amor hacia los jóvenes a ellos confiados, precisamente porque aman a Jesucristo y a su Iglesia, de quien aquéllos son hijos predilectos, y buscando, por esto mismo, con todo cuidado el verdadero bien de las familias y de la patria.

Conclusión

El fin de la educación católica es “asegurar el sumo bien”, que es Dios mismo, a las almas de los educandos: llevar a los alumnos a Cristo, que es el único que les puede hacer felices de verdad.

Buscar la felicidad de los alumnos mediante nuevas metodologías educativas, sin contar con el pecado original y con la importancia de la gracia de Dios, es un intento erróneo e inútil.

La eficacia de la escuela católica depende de los buenos maestros: no de una metodología nueva, de una pedagogía revolucionaria o de las leyes educativas. Los maestros deben estar bien preparados y llevar una vida moral ejemplar (debemos ser santos) y además, deben arder “en un puro y divino amor hacia los jóvenes” que se nos confían, por amor a Cristo y a su Iglesia.

Con esto, está todo dicho.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por InfoCatólica, www.infocatolica.com