Miguel Henríquez o crónica de una muerte anunciada

Prudencio Musañama | Sección: Historia, Política

El 29 de diciembre recién pasado el juez extraordinario para causas de violaciones de derechos humanos Mario Carroza dictó sentencia en la causa por la muerte de Miguel Henríquez, Secretario General del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), ocurrida el 5 de octubre de 1973. Según el juez, si bien la muerte de Henríquez ocurrió como consecuencia de un enfrentamiento entre en grupo del MIR y una patrulla de la DINA, los agentes habrían actuado no con la intención de detener sino de “eliminarlo” cumpliendo una orden del mando institucional; en consecuencia, los acusados fueron condenados por homicidio calificado.

Atendiendo sólo a la sentencia y la manera en que los medios de comunicación han informado al respecto puede quedar la sensación de que Henríquez fue una víctima de la acción represiva de la DINA y, en definitiva, de la “dictadura”. ¿Fue así realmente? Esta pregunta es no sólo legítima sino, sobre todo, necesaria, dado que todas las causas por violaciones de derechos humanos tienen un objetivo que va más allá de impartir justicia para casos particulares; persiguen, en definitiva, escribir la historia de Chile de esos años.

Si echamos un vistazo a la historia del MIR y a las declaraciones del propio Henríquez durante su actuación “política” —por llamarla de alguna manera— se obtiene una idea mucho más amplia de la que arroja la sentencia judicial. La agrupación fue fundada en 1965 por Henríquez y otros líderes políticos inspirados en el marxismo; en su Declaración de Principios se manifiesta la intención de actuar al margen de la institucionalidad democrática y promover la violencia para conquistar el poder político: “El MIR rechaza la teoría de la vía pacífica porque desarma políticamente al proletariado y por resultar inaplicable, ya que la propia burguesía es la que resistirá, incluso con la dictadura totalitaria y la guerra civil, antes de entregar pacíficamente el poder. Reafirmamos el principio marxista-leninista de que el único camino para derrocar el régimen capitalista es la insurrección popular armada”.

En 1967 Miguel Henríquez asumió como Secretario General del MIR y otros líderes abandonaron el movimiento por estar en desacuerdo con la conducción cada vez más disruptiva con el orden institucional. En 1969 y 1970 miembros del movimiento realizaron diversos actos delictuales: asaltos a bancos, atentados con explosivos causando heridos y muertos, incendio del Teatro Continental, secuestro de un avión, instalación de un arsenal, puesta en funcionamiento de una escuela guerrillera, descarrilamiento de trenes, atentados a carabineros con resultado de muerte. Como resultado de estas acciones algunos miristas fueron detenidos y sentenciados pero más tarde serían indultados por el Presidente Allende. Lejos de llamarlos al respeto de la legalidad, Henríquez justificó a sus compañeros: “son perseguidos y si son detenidos se les tortura y encarcela… No nos quejamos, nosotros elegimos este camino, pero la realidad objetiva es que de la legalidad sólo conocemos la persecución, la tortura y la cárcel”. Cabe destacar que la legalidad contra la que reclama Henríquez era la resultante de un régimen democrático (en esa época gobernaba Eduardo Frei Montalva); una vez instalado el gobierno militar tres años más tarde los miembros del MIR actuarían de igual manera.

En el mismo discurso Henríquez reiteró su rechazo a la vía electoral: “La conquista del poder por obreros y campesinos exige fórmulas distintas a las anteriores [elecciones]… Necesariamente debe haber una preparación para enfrentar los aparatos armados del sistema, la que no puede ser otra que la preparación premilitar y militar de sectores de trabajadores”. Por lo mismo, “si quienes encabezan la campaña popular…cometieran el grave error de orientarla sólo en un sentido puramente electoral… y si no los preparan ideológica y orgánicamente para la conquista del poder, estarían… desarmando a los trabajadores y… frenando el proceso de ascenso de la movilización social que debería, necesariamente, terminar en una verdadera conquista del poder”.

Ni siquiera la posibilidad del triunfo de la izquierda en la elección presidencial de 1970 satisfacía a Henríquez: “un triunfo electoral popular no entregará el poder a los trabajadores, sino que a lo más provocará una ‘impasse’… Esta ‘impasse’ sólo podrá ser resuelta por un enfrentamiento armado… Es necesario concientizar al pueblo, organizarlo y prepararlo política y militarmente desde ya para ese enfrentamiento; a las balas no se las detiene colocándole como escudo la ‘serenidad de la clase trabajadora’; la técnica militar no se adquiere de la noche a la mañana”. Esta postura lleva a una conclusión lógica: “el MIR no desarrollará ninguna actividad electoral (…) La acción revolucionaria armada y la movilización combativa de masas será nuestra tarea”.

Alguien podría pensar que el triunfo de la izquierda en septiembre de 1970 podría haber hecho variar el ánimo de los dirigentes del MIR haciéndolos suavizar su actitud, algo así como “darle una oportunidad a la vía política”. Nada de eso. En octubre de ese año elaboraron un “documento de discusión interna” donde analizan el resultado; aquí plantean la tesis de que los partidos de la Unidad Popular y la derecha llegarán a un pacto en virtud del cual “no se podrá proceder al desmantelamiento de las estructuras de poder de la derecha y lo más probable es que sus mismos aparatos armados sean preservados”. En este contexto se acrecentarán las contradicciones. “El desenlace de ese enfrentamiento depende de la correlación de fuerzas que se haya gestado con anterioridad. Puede traducirse en un régimen de fuerza, probablemente de corte militar, cuya implantación, dada la gran organicidad de los partidos de izquierda y del movimiento de masas en Chile, sólo podría lograrse mediante una terrible violencia; pero puede traducirse también, precisamente por esas características de la izquierda y de las masas chilenas, en una guerra civil revolucionaria. Es en este sentido que debemos trabajar”. Para Henríquez y sus compañeros la guerra civil era inevitable y había que prepararse sin importar los resultados electorales.

¿Variaron las posiciones de Henríquez en los tres años siguientes? Veamos. El 14 de junio de 1973 pronunció un discurso afirmando: “Saquemos la discusión del Parlamento, La Moneda, los pasillos y las negociaciones. Convirtamos en eje de la lucha política no a instituciones del Estado y a las prácticas negociadoras de los partidos, sino al movimiento de masas y su lucha que es la que en realidad permite la existencia de este Gobierno y la única que pueda resolver el conflicto a favor de los intereses de los trabajadores”. Y el 7 de julio, en un discurso emitido por cadena de emisoras, afirmó: “Acerquemos por medio de la lucha revolucionaria el poder a las manos de una clase y un pueblo que pugnan por tomarlo y poner fin a la explotación patronal e imperialista. Los días que se avecinan serán decisivos. La clase obrera y el pueblo deben mantener las posiciones conquistadas y alcanzar otras. Los trabajadores deben exigir una conducción revolucionaria y decidida. Deben rechazar los retrocesos y a los vacilantes”. Los documentos de la época contienen muchas afirmaciones de este tipo vertidas por Henríquez tanto a nombre propio como en calidad de Secretario General del MIR.

¿Qué pasó con los dirigentes del MIR luego de la caída del gobierno de la UP? Volvieron a las andanzas delictuales y hechos de sangre que habían dejado a un lado durante la administración de Allende. Tal como habían afirmado en 1970, en caso de que ocurriera un golpe militar contrario a las aspiraciones de la izquierda, “no vacilaremos en colocar nuestros nacientes aparatos armados, nuestros cuadros y todo cuanto tenemos, al servicio de la defensa de lo conquistado por los obreros y campesinos”. Por eso desoyeron los llamados del nuevo gobierno a que se entregaran y no, como sugiere el juez Carroza en su sentencia, por temor a lo que les ocurriera si lo hacían.

Las declaraciones y actuación de Henríquez hacen recordar las confesiones de otro revolucionario, el argentino-cubano Jorge Masetti, quien ejerció como terrorista en varios países de Latinoamérica en los 70 y 80:

– “El abandono de mis hijos no me costó ningún sacrificio, ejercí sobre ellos una venganza inconsciente para cobrarme mi propio abandono en seres que no habían pedido nacer (…) Repetía el esquema impuesto por mi padre [también guerrillero]… Hacía todo por encontrar la muerte…”.

– “Cuando observo la que fue mi vida… y la de tantos otros, caigo en la cuenta de que la revolución ha sido un pretexto para cometer las peores atrocidades quitándoles todo vestigio de culpabilidad”.

– “Por suerte no obtuvimos la victoria, porque de haber sido así… hubiéramos ahogado el continente en una barbarie generalizada… hubiéramos fusilado a los militares, después a los opositores, y luego a los compañeros que se opusieran a nuestro autoritarismo”.

– “Es muy cómodo escudarse detrás de la lucha contra las dictaduras militares para justificar los abusos. Es necesario revelar… esa parte inconsciente relacionada con la fascinación por el poder, vecina a la tendencia a practicar la crueldad, porque no sólo tratamos de destruir a nuestros enemigos, sino que destruimos a nuestras compañeras, a nuestros hijos, a colaboradores; en realidad, durante esos años de lucha, destruíamos sin construir nada”.

Como Masetti, Henríquez buscó con ahínco la muerte siendo víctima de sus propios errores, estupidez y crueldad: creó una organización para alcanzar objetivos políticos por medio de la violencia; promovió y justificó delitos y asesinatos; fomentó el odio entre los chilenos y lo inoculó en quienes tuvieron la mala ocurrencia de seguirlo; y ni siquiera al final, cuando el fracaso de su causa se hizo patente, tuvo la humildad de cambiar su conducta para evitar más daño.

La historia política reciente de Chile no puede —ni debe— ser juzgada a la luz de cómo terminaron encontrando la muerte, la cárcel o el exilio los jóvenes revolucionarios que quisieron imponer el socialismo a principios de los 70. El caso de Henríquez, tal vez como ningún otro entre los de su generación,  constituye una dramática lección de cómo la depravación de algunos puede arrastrar a una sociedad a situaciones de incivilidad.