Lo inevitable

Juan Manuel de Prada | Sección: Política, Sociedad

En artículos anteriores, hemos señalado algunas incongruencias gruesas que anidan en el (pido perdón por la hipérbole) pensamiento político contemporáneo y hacen inevitable la tragedia catalana. Así, por ejemplo, hemos advertido que es contradictorio (amén de demencial) consagrar un derecho de autodeterminación individual (para cambiarse de sexo, por ejemplo) y a la vez pretender reprimir un derecho de autodeterminación colectiva. También hemos advertido en otro artículo anterior del peligro que supone pretender defendernos del separatismo aferrándonos a textos legales nefastos que antes le dieron alas, pues es tanto como querer sanarnos con lo que antes nos enfermó.

Como somos amigos de Platón, pero más amigos aún de la verdad, hoy quisiéramos señalar otra aporía que anida en nuestro (pido perdón por el oxímoron) orden jurídico, amparador de todas las ideas políticas –¡incluso de las que atentan contra la supervivencia de la comunidad política!–, con tal de que se defiendan “por vías democráticas”. Un orden jurídico, en fin, que ampara la existencia de partidos y asociaciones separatistas que postulan la ruptura con España. Pero, una vez amparada esta perversión (pues permitir aquello que atenta contra el bien que supuestamente se defiende es, en efecto, una perversión filosófica y moral), nuestro orden jurídico pretende que esos partidos separatistas no puedan llevar a cabo su anhelo, arbitrando unos procedimientos legales que hacen imposible su realización.

Ninguna comunidad política que no esté fundada en el más cínico (y trágico) relativismo puede acoger a sus enemigos internos. En la antigua Roma se llamaba “perduellis” al enemigo interno de la patria, a diferencia del “hostis”, que era el enemigo externo (y, por supuesto, el “perduellis” era castigado con mucha mayor crudeza que el “hostis”). Los romanos tenían razón en considerar el “perduellio” un crimen gravísimo: pues mucho más grave que causar daño a uno o varios compatriotas es causárselo a la comunidad política, de la que depende la vida de todos. Pero, en esta fase democrática de la Historia, la actividad del “perduellis” ha dejado de ser considerada punible (¡con tal de que no se ejerza con métodos violentos, oiga, que los demócratas somos muy pacifistas!); por lo que se le permite hacer proselitismo, formar partidos y defender sus tesis en parlamentos y demás órganos de la “voluntad popular”. En cambio, se pretende grotescamente que tales tesis no puedan realizarse plenamente, y se impide con sobornos diversos (o, en último extremo, con aritméticas legales inalcanzables) que el “perduellis” pueda consumar su anhelo último, que es la ruptura con España.

Pero tal pretensión es demente, porque si algo caracteriza al ser humano es la necesidad de encarnar sus anhelos. Sería grotesco un orden jurídico que permitiese a los hombres cultivar remolacha, pero les impidiese procesarla para convertirla en azúcar. Sería grotesco un orden jurídico que permitiese a los hombres profesar tal o cual fe, pero les prohibiese erigir templos. Nada hay más humano (e inevitable) que encarnar nuestros anhelos en instituciones; y pretender que un anhelo que no se considera criminal no pueda sin embargo concretarse en instituciones es por completo desquiciado. Acoger a quienes desean romper con España y dejarles hacer proselitismo, para después impedir que puedan encarnar en instituciones las ideas que se les ha permitido propagar es una pretensión que sólo pueden concebir gentes cínicas y relativistas. Gentes (¡muy demócratas, oiga!) que llevan a España a la autodestrucción.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por ABC de Madrid.