Día de la raza

Diego Oliva A. | Sección: Historia, Sociedad

El pasado jueves se conmemoró el Día de la Raza, o de la Hispanidad, el día en el cual Cristóbal Colón llegó a la isla de San Salvador, de manera accidental, en su búsqueda de una ruta comercial hacia la India. Hay que recordar que, desde antes de la caída de Constantinopla, los turcos otomanos se habían hecho cargo de las rutas comerciales. Recordemos también que, en aquellos tiempos, las relaciones comerciales no eran simplemente comerciales, sino que el comercio era también usado para expandir la fe. Hallar una ruta comercial alternativa hacia los países que comerciaban especias era asegurar la supervivencia misma de la fe. Lo que no se esperaba Colón ni los Reyes Católicos -sus patrocinadores- es que se encontrarían con un continente entero sobre el cual los europeos no habían puesto pie. Y los tres comprendieron la misión para la cual había nacido el país conquistado ochocientos años antes, de 1492, por los musulmanes y recientemente reconquistado tras la toma de Granada…

La vocación de España –de la Monarquía Católica- fue instaurar la Civitas Dei agustiniana; esto es, la unión de personas de toda clase, raza y lengua en torno a la fe católica. Sin embargo, esa vocación no fue inmediata: tomó varios siglos de penosas dificultades llegar a esa conclusión. Hay cuatro momentos clave en ese proceso de creación de identidad: la conversión de Recaredo, la batalla de Covadonga, la toma de Granada, y la llegada de Colón a América. Antes de Recaredo y después de la conquista de la Hispania romana por los visigodos, había heterogeneidad racial y confesional. La élite visigótica, de fe arriana, despreciaba abiertamente a la católica población hispanorromana; la cual, entre otras cosas, no podía casarse con visigodos ni acceder a puestos de poder. Tras la ejecución del converso príncipe San Hermenegildo, a manos de su padre Leovigildo, su hermano Recaredo, quien asume el trono poco tiempo después, inicia una serie de reformas cuyos dos resultados principales fueron la conversión del Reino Visigodo al catolicismo y la igualdad entre visigodos e hispanorromanos junto con el inicio de un proceso de mestizaje: desde aquel momento, sería la fe y no la raza el elemento unificador entre los habitantes de aquel país. Sin embargo, las luchas políticas intestinas hicieron posible que los ejércitos islámicos conquistasen el país luego de que un noble traidor -Don Julián- les abriese las puertas del país a través del estrecho de Gibraltar (es curioso que el estrecho limitado por las Columnas de Hércules lleve por nombre el del general sarraceno que invadió el Reino Visigodo -Gibraltar significa la “colina de Táric”, yabal taric, por Táric ibn Ziyad-). En fin, los musulmanes lograron conquistar toda la península a excepción de Asturias, donde un noble visigodo -Don Pelayo- junto a un puñado de cientos de hombres, se fue a refugiar a un lugar conocido como Covadonga, a la espera de que los moros llegasen al último lugar que quedaba por conquistar de aquel país. Tras enfrentarse a los ejércitos califales, de más de cien mil hombres, Don Pelayo obtuvo la primera victoria sobre los musulmanes; quienes, desdeñosamente, dijeron “treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?”; sin embargo, Don Pelayo y sus sucesores iniciaron el proceso de Reconquista de España, que tomó ochocientos años. Como las cosas ya no eran iguales que cuando los visigodos gobernaban -hay que recordar que antes había unidad de fe, y ahora había una mezcolanza de credos y culturas- los reyes de los distintos reinos cristianos que fueron naciendo, a partir de la victoria de Don Pelayo, debieron crear leyes para integrar a los nuevos súbditos que se iban incorporando por conquista. Quienes se integraron, adquirieron plenos derechos y, algunos, fama y fortuna -más de alguno llegó a ser miembro de la nobleza-. A quienes no, se les persuadió de la manera más amable posible que no fuesen hostiles, o asumiesen las consecuencias de serlo: ya siendo reunificada España, las medidas de expulsión contra algunos judíos y musulmanes se tomaron porque se había comprobado colaboración con la Sublime Puerta para que esta conquistase el país, por lo que eran una amenaza para la soberanía nacional. La Reconquista terminó cuando los Reyes Católicos tomaron la ciudad de Granada, el último baluarte del Islam en la península. Ambos reyes -miembros de la última dinastía, de origen castellano, que gobernó dos reinos totalmente independientes como eran Castilla y Aragón- acordaron la rendición de esta plaza en términos honrosos para su gobernante Boabdil. Además, desde antes de la rendición, crearon instituciones que sirvieron para unificar las Españas en los siguientes siglos, como la Santa Hermandad, los Consejos y la Inquisición. De este modo, cuando Colón regresa de América, la Monarquía Católica era el único reino preparado económica, moral, y militarmente para acometer la empresa de traer la fe al Nuevo Mundo.

Sabiendo la historia de los siglos anteriores a la era de los Reyes Católicos, se puede entender el cómo se llevó a cabo la conquista del Nuevo Mundo. Para empezar, cuando se debatió el asunto sobre si los indios debían ser esclavizados o no, la Reina Isabel fue enfática en señalar que los indios fuesen tratados “como nuestros súbditos y vasallos, y que ninguno sea osado de les hacer mal ni daño”; o sea, fueron tratados como ciudadanos desde el primer momento. Cuando se emprendió la conquista de México y del Tahuantinsuyo (ambos imperios tiránicos con los pueblos que vivían a su alrededor), fue con la ayuda de los pueblos que sufrían las onerosas cargas impuestas por los imperios antes mencionados y con la promesa de mejorar su situación; tanto indios derrotados como aliados fueron tratados de la misma forma, y las élites indígenas fueron educadas en colegios y universidades creadas para su instrucción -se crearon 26 universidades, y aún más colegios, en los dominios hispánicos para tal propósito-. La Inquisición no fue aplicada sobre los indígenas, la que sí fue aplicada sobre los súbditos criollos y mestizos; quizás, porque se esperaba una total sinceridad de su conversión, quizás, por la buena voluntad que los súbditos americanos mostraron en general frente al dominio español. Se crearon catecismos en lenguas como la aymara y la nahual, con el propósito de educar a los indios y mantener sus lenguas y las tradiciones que no fuesen en contra de la fe. Las instituciones indígenas fueron respetadas: Don Francisco Álvarez de Toledo, el virrey peruano cuyo buen gobierno le valió el mote de “Solón Virreinal”, hizo un enorme esfuerzo para restaurar muchas instituciones incaicas; mientras, en Nueva España, a los tlaxcaltecas se les permitió mantener su gobierno y se crearon “repúblicas de indios” para otros. Y es que, a pesar de los abusos que algunos conquistadores mostraron, la situación de los indios era mejor que en los tiempos precolombinos: no temían el riesgo de ser víctimas de las “guerras floridas”, ni el riesgo de ser esclavizados -aunque, a veces, el trabajo en algunos lugares solía ser muy duro-, y tenían en los frailes y la ley herramientas en las cuales ampararse. Además, los conquistadores españoles fueron muchos más benévolos que sus contemporáneos europeos.

Los ingleses, quienes hicieron los mayores esfuerzos por extender la Leyenda Negra Española, lo único que buscaron de los indios era su uso como esclavos o su muerte, crearon sólo nueve universidades en América hasta el siglo XVIII -donde, obviamente, no podían entrar nativos americanos-, y no hubo ningún intento de integración hacia la población autóctona en sus colonias, por mencionar sólo un puñado de cosas. Por último, el tratamiento dado a sus dominios por los españoles fue más el más digno comparativamente hablando: para España, sus dominios ultramarinos eran “reinos” -con todo el peso que implica esa palabra- con el mismo tratamiento que sus reinos europeos -otras Españas, igual que sus dominios italianos o flamencos-; mientras que, para los países enemigos de la Monarquía Hispánica, sus dominios ultramarinos eran simples “colonias” o “factorías”. Se desprende, de todo lo mencionado hasta ahora, que los españoles comprendieron -mejor que otros pueblos- que se debía respetar las buenas costumbres de los súbditos sobre los cuales reinaban, que había que tratarlos de manera justa, y que debían velar por su bienestar material y espiritual; algo que los enemigos de España consideraron imperdonable.

La Monarquía Católica -pese a su legendaria riqueza- pasó por dificultades económicas durante la mayor parte de su existencia, debido al hostigamiento al cual la sometió sus múltiples enemigos; las cuales obligaron a realizar -tras el arribo de la dinastía borbónica y dado los esfuerzos infructuosos, en ese sentido, de la dinastía austríaca- reformas que, aunque mejoraron la economía, aumentaron el centralismo y fueron el germen de las futuras secesiones que ocurrieron durante las “guerras de Independencia”. Aun así, en tiempos tan tardíos como los de la Independencia, los indios generalmente se aliaron con los españoles contra los “patriotas”; pese a que se realizó una campaña propagandística para crear una identidad nacional en base al “buen salvaje” en todos los países que se escindieron de España. Los indios tuvieron buen ojo para anticipar lo que les sucedería en el futuro si apoyaban a los “libertadores”: junto con la ayuda inglesa para el proceso de emancipación, se importaron desde allá cosas como la obsesión por “mejorar la raza”, instituciones “modernas” que arrasaron de cuajo las ya existentes -que daban autonomía a los indígenas y a los súbditos en general-, el centralismo como una obligación para la supervivencia del estado -en ausencia de la fe, no había motivos para que pueblos tan diversos entre sí permaneciesen cohesionados-. Y es que no se puede entender el que los pueblos integrantes de la Monarquía Hispánica hayan querido abandonarla sino en el abandono de su misión fundacional y en los esfuerzos del enemigo hacia tal propósito: España nació, como dije en un inicio, para ser la Civitas Dei donde los diversos pueblos estaban unidos con el propósito de extender la fe a lo largo y ancho de la ecúmene. Y las reformas borbónicas, pese a la bondad de sus intenciones, hicieron colapsar al imperio donde “no se ponía el Sol” por estar totalmente impregnadas de valores ilustrados-iluministas; a diferencia de las leyes creadas por los Reyes Católicos y sus sucesores Habsburgo, impregnadas con los valores de la fe.

En estos momentos, vemos lo que está sucediendo con Cataluña. Cataluña, una región a la cual se le ha impulsado económicamente desde el siglo XIX, ha sido envenenada -de la misma forma que lo fueron nuestros países- para abandonar el seno de la Madre Patria -aunque en un periodo de tiempo de mayor extensión-. La España actual -laica, amoral, avergonzada de su pasado, y sin una vocación clara- lo único que tiene de destacable son sus “indicadores de desarrollo”. La España actual, un estado moderno, no tiene mucho que ofrecer a una región que habla un idioma distinto -requisito clave para crear un estado moderno- y que es, quizás, la región más pervertida de España -siendo la región más católica y leal de España en su momento-. España no tiene nada que ofrecer a Galicia, Andalucía o al País Vasco, por la misma razón que no tuvo nada que ofrecer en su momento a los reinos de América: se estaba perdiendo la fe, y ahora no hay fe ni motivos para estar unidos. Con un amigo, hacemos la macabra broma de decir que hasta Getafe -una ciudad justo al sur de Madrid- pedirá la independencia algún día. Y es que duele ver lo que pasa en España en estos momentos. Duele ver que los hispanos, los hijos de lo que alguna vez fue la Monarquía Católica, seamos despreciados en el mundo por nuestra cultura y nuestros valores -hasta por los mismos españoles, nuestros padres-, y sirvamos sólo para despertar los deseos carnales de ingleses, franceses, estadounidenses y otros. Duele ver que seamos vistos como “flojos”, como “narcotraficantes”, como “corruptos” sólo porque quienes nos pervirtieron con el opio de la “libertad” pueden vivir de manera farisea -siendo muy civilizados en el trabajo y en el exterior, pero inmorales en su fuero interno- y nosotros no podamos. Duele ver que muchos países que adquirieron su independencia en tiempos muy recientes -como por los 50’- sí tienen prosperidad, y a nosotros nos cueste tantos ser prósperos, porque a ellos sí les dijeron que su cultura valía y no tienen el complejo de culpa que nosotros tenemos. Sin embargo, albergo una esperanza para los pueblos que pertenecieron a España, para las Españas, y está en el hecho de recuperar la vocación para la cual nacieron las Españas tras la conversión de Recaredo.

Cuando nos veamos en el espejo, cuando veamos lo perfecta de nuestra fe católica, cuando descubramos en nuestra amabilidad -de lo poco bueno que nos reconocen-, en nuestros rasgos faciales -ni totalmente romanos, ni totalmente góticos, ni totalmente judíos, ni totalmente sarracenos, ni totalmente asiáticos, ni totalmente indígenas-, nuestros nombres y dos apellidos -paterno y materno, recordatorio de la igualdad de dignidad de nuestros padres-, en el hecho de considerar una ordinariez prestar con interés a nuestros amigos -fruto de las enseñanzas de la primera escuela económica del mundo-, en el que tienes un idioma que se pronuncia tal cual como se escribe -el idioma con la primera gramática que existió en el mundo-, comprenderemos que nuestra cultura es mil veces superior a aquella que nos domina en estos momentos. Cuando comprendamos esta superioridad, podremos hallar nuevamente nuestra vocación perdida, y que somos miembros de una raza a la cual no se pertenece por “la carne, sino por el espíritu”. Anhelo el día en que las Españas se unan; no de manera moderna, sino en la consonancia que otorga una vocación común. Anhelo el día en que países tan diversos como Chile, como México, como Puerto Rico, como Filipinas, como Brasil, como Timor Oriental, como España y Portugal, acepten que no nacieron para volverse ricos, o adherir a ideas peregrinas, sino para traer su pax sobre los cincos continentes, sobre la ecúmene. Porque esa es la razón por la cual se conmemora el Día de la Raza: para celebrar al pueblo que encarnó, con la mayor fidelidad, el ethos de la sucesora de las doce tribus de Israel.