El horizonte ético del aborto

Raúl Madrid | Sección: Familia, Política, Sociedad, Vida

El miércoles recién pasado llegó a su fin la tramitación del proyecto de despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales, siendo despachado a ley por parte del Congreso. Corresponde ahora al Tribunal Constitucional pronunciarse sobre su constitucionalidad.

Este proyecto constituye el emblema del cambio moral que el gobierno ha querido imponer en nuestro país, empleando para ello todos los mecanismos que, probadamente, han funcionado en las naciones donde se han puesto en práctica: emocionalización de la población y del discurso, inyección de dinero de las transnacionales que lucran con el aborto, supresión de los sistemas de acompañamiento disuasivo, presión de los lobbies y acuerdos con las ONGs que propician la terminación voluntaria del que está por nacer. Todo ello convenientemente presentado, desde luego, mediante estrategias lingüísticas destinadas a suavizar en la conciencia pública la innegable brutalidad del hecho mismo, evitando al mismo tiempo que la mujer tome conciencia de lo que va a hacer (una práctica habitual de las clínicas abortistas —como Planned Parenthood, la transnacional del aborto más grande del mundo con filial en Chile— es impedir que la mujer vea la ecografía antes de realizar “el procedimiento”, para evitar que se arrepienta).

No cabe duda de que Chile será un país distinto en caso de que esta ley llegue a promulgarse. Se habrá cruzado una frontera tras la cual los caminos que se abren son muy peligrosos, en un sentido probablemente más profundo que la obviedad –tantas veces advertida– de que pronto se exigirá un derecho positivo al aborto libre, o incluso de la circunstancia terrible, pero no necesariamente lejana, de que el aborto sea en el futuro obligatorio en ciertos casos, como parece deducirse de la lógica subyacente al caso del pequeño inglés Charlie Gard, recientemente obligado a morir, contra la voluntad de sus padres. Puede que llegue el día en que corra usted un riesgo cierto de quedarse sin descendencia, si la ecografía denuncia que su hijo tiene, por ejemplo, Síndrome de Down, o cualquier otra enfermedad que al médico tratante le parezca “inviable”. Será el modo en que el Estado se libre de los “defectuosos”, como ya ocurre en Islandia.

En mi opinión, la inversión moral que aguarda tras la aprobación de este proyecto apunta un problema todavía más estructural que la muerte de personas inocentes: representa el fin de la civilización cristiano-occidental, al menos, como se ha conocido hasta ahora. Porque el aborto legal supone una variación en el paradigma de la moral pública, en el horizonte ético de la cultura, en la medida en que viola el principio más básico de cualquier organismo, biológico o civil: su autoconservación, su instinto de supervivencia. Una sociedad que se vuelve contra sus miembros más frágiles es una sociedad autodestructiva, que se auto infringe daño, y cuyo resultado final es el suicidio. Con la vida del inocente desaparece la ratio que impide el canibalismo, la autofagocitación, y se instaura en su lugar la lógica del animal salvaje, cuya funcionalidad gira siempre en torno a poder. Esto por lo demás es un lugar común de la filosofía contemporánea: se ha acabado la época –diría Foucault– en que el poder era una realidad vertical, con un significado unitario. Hoy las relaciones de poder son horizontales, lo abarcan todo, están en todas partes. El aborto es una conversión de esta sintaxis a la relación materno-filial, en la que madre e hijo son ahora concebidos como antagonistas, cuyos intereses deben entrar forzosamente en el juego de matar o morir.

Si todo el esfuerzo de la historia occidental se volcó progresivamente a la protección de los más desposeídos, al volvernos ahora contra el más débil rompemos de golpe la baraja, suprimimos la compasión y la empatía, reemplazándolas por la crueldad y el egoísmo como herramientas de autodestrucción. Este paradigma moral de signo invertido, este criterio seco, metálico y suicida es el verdadero peligro que esconde la despenalización del aborto, sea en una o en cien causales. En la frialdad del corazón que nos dejará como herencia, la sangre de los inocentes no será otra cosa que manchas insignificantes, que se limpiarán fácilmente.