Algo más de historia

Pablo Rodríguez Grez | Sección: Historia, Política, Sociedad

#02-foto-1Para entender el momento político es necesario remontarse algunos años y observar sin prejuicios ni fanatismos lo que hemos vivido, sus causas y sus consecuencias. Son hechos indiscutidos que la democracia chilena, de la cual tanto se ufanaban muchos comentaristas, se fue deteriorando progresivamente a partir de mediados de los años 60. Influencia determinante jugó en ello la Guerra Fría y su expresión más cruda: la Revolución Cubana y el estímulo de la subversión a escala continental. Hay que ser muy obcecado para negar estos hechos que se manifestaron en múltiples sucesos, todos los cuales fueron erosionando la convivencia democrática y ahondando el abismo que se abrió entre los chilenos.

¿Cómo olvidar que la candidatura de Eduardo Frei Montalva se planteó como un desafío al comunismo cubano y que se llamó al país a definirse: o totalitarismo o democracia? Entre 1964 y 1970 fueron cediendo todos los obstáculos, estimulando artificialmente la lucha de clases y transformando nuestro país en un polvorín que terminaría por estallar. Ciertamente contra su voluntad, la Democracia Cristiana, por un error de diagnóstico y visión de futuro, abrió camino al castro-comunismo, debilitando las bases de la institucionalidad y permitiendo, en un país de arraigada tradición presidencialista, su acceso al Gobierno de la República. En el período 1970-1973, el socialismo procuraba febrilmente controlar la plenitud del poder por la vía armada para insertar a Chile en la órbita marxista, entonces en su apogeo en casi la mitad del mundo.

El advenimiento del gobierno militar, en este contexto, encontró al régimen emergente sin un programa o plan de acción preestablecido. Es aquí donde aparece un grupo de estudiosos que, mientras otros combatían en todos los frentes (sindicales, profesionales, universitarios, empresariales, etcétera), prepararon un acabado análisis para introducir en Chile un modelo desarrollista de corte liberal. A pesar de contradecir muchas de sus convicciones (un cierto sesgo estatista proveniente de los años 20), los uniformados abrazaron este proyecto, sin una contrapartida en el ámbito político que no fuera el restablecimiento de la democracia tradicional, como se había conocido y practicado hasta entonces.

Habíamos aprendido que el “modelo político” sustenta el “modelo económico”, pero entre nosotros las cosas fueron inversas, porque el primero o no existía o estaba subordinado al segundo. Surge así la concepción de la “democracia protegida”, que se caracterizaba –al decir de sus adversarios– por la incorporación de “enclaves autoritarios”, condenados desde su origen a desaparecer paulatinamente a medida que el sistema alcanzaba su plena madurez. Por eso no es exagerado decir que la mayor parte de los problemas que vivimos es el resultado directo de la ausencia de una renovación política, paralela al modelo económico, que cautive a una ciudadanía decepcionada y, lo que es más grave, indiferente.

El éxito del modelo económico, a pesar de las debilidades de que pueda adolecer, ha provocado cambios sociales de magnitud insospechada, a los que la población no renunciará fácilmente. Ninguno de ellos se sustenta en los canales de participación contemplados en el ordenamiento que nos rige. Lo anterior hace posible que se difundan alternativas, a veces descabelladas, que no entroncan con los pilares de la historia que nos precede.

No se trata de instar por ensayos constitucionales extravagantes o meramente decorativos, o por cambios legislativos de dudosa factibilidad. Más bien se trata de reconstruir la unidad nacional, hallando la fórmula que nos permita reencontrarnos con anhelos comunes de superación, sin las oscuras pasiones que desata la batalla ciega y enconada por el poder. Si bien es cierto que vivimos en un mundo dominado por la competencia, no lo es menos que en cada uno subsisten sentimientos generosos y altruistas. Tareas tales, como ampliar la libertad en todos los ámbitos, mejorar las relaciones de producción, ensanchar los cauces de participación, disciplinarnos socialmente y priorizar las legítimas expectativas, son desafíos que nos esperan y que no podemos esquivar.

La mala reputación de nuestros políticos es resultado, en parte nada despreciable, de una pobre regulación legal que se mantuvo congelada durante varios años. Por lo mismo, no podemos seguir emporcando esta función, sin antes encontrar la forma de superar vicios y abusos propios del sistema, todo lo cual se evidencia, no por casualidad, en la mayor parte de los países de este continente. Persistir en el enfrentamiento y la división no hará más que aumentar nuestras debilidades y flaquezas y abandonar las últimas posibilidades de incorporarnos al carro del desarrollo.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.