Adultos llamados a la adolescencia

Gonzalo Rojas Sánchez | Sección: Política, Sociedad

El segundo lugar común ampliamente repetido por diversos políticos, comunicadores y dirigentes sociales, es que “los adultos tenemos el derecho de hacer lo que nos dé la gana con nuestras vidas, siempre que no afectemos a los demás”.

¡Qué bien suena y… qué mal pensado está!

 

Veamos

Toda la tarea educativa que se realiza con los niños y adolescentes consiste en ayudarlos a despojarse de sus caprichos, mañas y egoísmos. Hannah Arendt lo dijo magníficamente: la humanidad educa para protegerse de las nuevas generaciones que, dejadas a su suerte, podrían devastarla. O sea, si quieres madurar, combate tu egoísmo.

Pero, llegado el momento en que se habría conseguido el objetivo, la etapa de la vida –digamos, entre los 30 y los 60– en que gracias a la educación recibida la persona está logrando combatir razonablemente contra sus malas tendencias, comienza a oír justamente el mensaje contrario: “Da rienda suelta a todo lo infantil y adolescente que aún queda en ti…”.

O sea, el mismo que ahora ya está en etapa de formar a los más jóvenes enseñándoles el autodominio, recibe autorización para dejarse llevar por cualquier tendencia. ¿Cómo podría coexistir esa doble condición sin que, primero, los niños y adolescentes descubran fácilmente la inconsecuencia y, segundo, sin que el mismo adulto quede fracturado por dentro?

Bien, podría contra argumentar alguien: “Pero no se olvide que la condición es que la acciones autorizadas ‘no afecten a los demás’.”

¿Existe algo así, existe algún pensamiento, algún gesto, algún movimiento corporal, que no tenga efecto social inmediato o retardado? No. Después de los 40 años, se dice, toda persona es responsable de su cara.

Justamente la condición de adulto es la de la persona que entiende que todos sus actos tienen consecuencias. Ha acumulado experiencias múltiples al respecto y sabe por dentro que el sentido de su madurez consiste precisamente en comunicarlas, tanto en sus buenas como en sus malas dimensiones. “Mira. Yo te voy a contar lo que me pasó en un caso parecido al tuyo”, le dirá al adolescente. El sentido de plenitud y posterior decadencia que el adulto experimenta, lo lleva –aunque sea por diversos motivos en esas dos situaciones– a la misma conclusión: “Debo responder de mis actos, de todos ellos, aún de los más íntimos”.

La madurez es justamente la capacidad de responder. Animar a los adultos a aislar zonas de su vida en las que supuestamente podrían ser no responsables, es devolverlos a una condición adolescente, a un juego sin fin. Nada extraño en un mundo que presenta la principal característica de la adolescencia: el egoísmo elevado a la categoría de derecho.

Existe la obligación de preguntarse. ¿Quienes promueven esta falacia, son unos adultos bien conscientes de la eficacia manipuladora que tiene la frasecita o son simplemente unos adolescentes más, revestidos de una aparente madurez, pero en realidad portadores de una fatua existencia?