¿Un debate artificial?

Fernando Silva Vargas | Sección: Historia, Política

#01-foto-1El ministro de Hacienda afirmó recientemente en Londres que el Gobierno “ha tenido y tendrá absoluto respeto por el marco institucional”, que el país cuenta con “una institucionalidad que funciona”, y que “la noción de que habría incerteza jurídica en nuestro país es un debate artificial que solo daña a Chile”. Son, sin duda, las expresiones que se esperarían de un alto funcionario del gobierno de la Presidenta Bachelet. Pero cabe dudar de que él, en el hipotético escenario de su ejercicio profesional, se atreviera a recomendar a un inversionista extranjero la adquisición de tierras, la construcción de lecherías o el establecimiento de una planta papelera en La Araucanía. Y no lo podría hacer porque la incompetencia gubernativa está llevando a la creación de un territorio donde no existe la potestad coactiva del Estado.

Él, como prestigioso economista que es, conoce perfectamente bien las consecuencias de la disparatada reforma tributaria en los sectores productivos, que han generado serias incertidumbres, en especial en las pequeñas y medianas empresas. Sabe también a qué están conduciendo –y solo considerando el aspecto económico– las insensatas y chapuceras medidas que reciben el pomposo título de reforma educacional. Y no ignora, por cierto, los efectos de la reforma laboral, tan mal pensada y tan lastimosamente llevada a cabo como las anteriores. Como está bien informado, sabe que la garantía de libertad de movimiento dentro del país contenida en el artículo 19, N° 7 de la Constitución es letra muerta, como ha quedado demostrado una vez más en estos días. Y esta garantía no es, ciertamente, invención de la Constitución de la dictadura, sino que la encontramos en la de 1925 y en la de 1833.

Pero tal vez donde ha quedado más de manifiesto la falta de respeto al marco institucional es en la proyectada reforma constitucional. El Partido Socialista, que es el de la Presidenta Bachelet, ha sido en esta materia muy explícito: es partidario de una asamblea constituyente, entidad que carece absolutamente de sustento constitucional. Es muy posible que de tal limitación haya nacido el complicado proceso puesto en marcha por el Ejecutivo con la formación de cabildos que, con la intervención de un consejo ciudadano observador, redactará las llamadas bases ciudadanas de la nueva Constitución. Todo esto ha sido acompañado, como es notorio, de una intensa campaña publicitaria del Gobierno, la que, por su abierto sesgo, ha generado las dudas y reticencias que son del dominio público. Pero el verdadero problema es que el referido proceso no es ilegal, como lo han sostenido miembros de la desorientada y maltrecha oposición, sino abiertamente inconstitucional. El inciso segundo del artículo 7° de la Constitución vigente, que repite el contenido del artículo 4° de la Carta de 1925, el cual, a su vez, reproduce el artículo 160 de la de 1833, es clarísimo: “Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas puede atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes. Todo acto en contravención de este artículo es nulo y originará las responsabilidades y sanciones que la ley señale”. Se trata de un principio absolutamente básico del Derecho Público, que pone un límite a los titulares del poder y evita precisamente lo que se está viendo hoy en varios países americanos, que, con una Constitución originada en asambleas constituyentes, han transitado rápidamente a apenas disimuladas dictaduras. Dicho principio obliga, pues, a las magistraturas a ejercer sus potestades exclusivamente dentro del marco constitucional o legalmente establecido. Aunque, como es lo habitual en las remisiones que las constituciones hacen a las leyes, esta en particular no ha sido dictada, respecto de las magistraturas la propia Carta indica el camino que debería seguirse en este caso de tan tamaña y pública extralimitación constitucional de la Presidenta de la República: su acusación ante la Cámara de Diputados por infracción al inciso segundo del artículo 7° de la Constitución.

Este camino, que es el que institucionalmente corresponde, está bloqueado por un efecto perverso de la misma Carta de 1980. A pesar de que es la que más modificaciones ha recibido en su no muy larga vida de todas las que ha tenido Chile; a pesar de que, como se nos anunciaba campanudamente después de cada una de ellas, habían desaparecido los “enclaves autoritarios”, quedó uno que jamás se quiso siquiera rozar: las facultades del Presidente de la República. Recordemos que las que tuvo el Ejecutivo con la Carta de 1833 despertaron las resistencias de la oposición liberal, que reclamó su sustitución, propósito que, como no podía ser menos proveniente de sujetos tan insensatos como los de hoy, debía hacerse mediante una asamblea constituyente. La revolución de 1851, como debiera saberlo cualquier colegial, agitó la bandera de la constituyente, y otro tanto repitieron los revolucionarios del norte en 1859. El enorme poder del Ejecutivo bajo la Carta de 1833 se expresó de manera preferente en la intervención electoral, que le permitió, incluso cuando la titularidad del poder pasó a los liberales, contar con un parlamento cuya mayoría le era afín. Esto solo concluyó con la revolución de 1891. Mientras, y con mucha fuerza durante el gobierno de José Joaquín Pérez, y merced a la actividad de las oposiciones en el Congreso, se comenzaron a adoptar prácticas de naturaleza parlamentaria al margen de la Carta de 1833. Solo la Ley 4.004, de 26 de febrero de 1924, consultó un procedimiento para el debate de dos proyectos de reforma constitucional, contenidos en la misma ley, que establecía las regulaciones indispensables y propias de un régimen parlamentario. La revolución militar de septiembre de ese mismo año interrumpió esa evolución de más de 60 años hacia el parlamentarismo para retornar a una Constitución que reforzó el régimen presidencial. Y la de 1980, incurriendo en el mismo error, le dio más solidez aún, lo que generó un llamativo desequilibrio en desmedro del Congreso. ¿Cuál ha sido el efecto de este proceso? Que, producto de la inanidad de la labor parlamentaria, desde 1925 la calidad de esa corporación ha experimentado un sostenido deterioro, manifestado en la reducidísima competencia técnica de diputados y senadores y en la pésima elaboración de las leyes. Y hay una consecuencia aún más inquietante: la ausencia de fiscalización de los actos del gobierno por la Cámara de Diputados. Esto obedece a un hecho paradójico: ahora los parlamentarios no son los representantes del pueblo; son, como bajo la Carta de 1833 hasta 1891, los representantes del Presidente de la República. Hoy el Ejecutivo interviene en las elecciones, sin que a la ciudadanía le cause el menor asombro. Tan vergonzoso como el uso de artimañas tributarias para obtener fondos es la práctica publicitaria de las fotografías de los candidatos a parlamentarios con el Presidente de turno o la intervención de este para ordenar a los políticos de su sector y lograr acuerdos en la elaboración de las listas de candidatos.

#01-foto-2Con un Congreso formado por parlamentarios así elegidos, simples comparsas del Ejecutivo, ¿puede alguien extrañarse de que, por ejemplo, la Cámara de Diputados haya aprobado sobre tabla el insensato proyecto de reforma tributaria? ¿Puede alguien extrañarse de que no se utilicen las herramientas que da la Constitución para contener las demasías del Ejecutivo? En contra de lo que afirma el ministro de Hacienda, y de lo que ha sostenido reiteradamente un ex Presidente, en Chile las instituciones desgraciadamente no funcionan.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.