El hombre eterno

Juan Manuel de Prada | Sección: Arte y Cultura, Historia, Religión

#06-foto-1-autor Un dualismo mortal

En alguna de sus obras, Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) se refiere a la célebre y apasionada polémica que mantuvieron, allá en el siglo XIII, santo Tomás de Aquino y Siger de Brabante. Sostenía Siger de Brabante que existían dos verdades, si no contrapuestas, al menos perfectamente deslindadas: una verdad sobre el mundo natural y otra sobre el mundo sobrenatural, de tal modo que el filósofo podía abordar el estudio de cada una de ellas por separado, dividiendo tranquilamente su cabeza en dos.

Santo Tomás, por el contrario, sostenía que el estudio de las realidades naturales sería siempre insatisfactorio, incompleto y a la postre falso si no se abordaba desde una unidad de mente inspirada por las realidades ultraterrenas. Aquella polémica la ganó santo Tomás ante el tribunal académico; pero, tristemente, Siger de Brabante la ganó ante el tribunal de la historia.

La dura, lastimosa realidad es que los católicos nos desenvolvemos en el mundo como pretendía Siger de Brabante, aceptando (aun a sabiendas de que estamos falsificando nuestra fe, que desencarnada de las realidades naturales es una fe muerta, la sal que se ha vuelto sosa) un dualismo que, a la vez que establece un dique o frontera divisoria entre lo natural y lo sobrenatural, va agostando progresivamente nuestra fe. Este dualismo explica, por ejemplo, el ocaso del arte y el pensamiento católicos; y explica también fenómenos políticos tan farisaicos y estériles como la llamada democracia cristiana.

 

La fe que explica el mundo

Chesterton, consciente del daño que las tesis de Siger de Brabante habían introducido en el ámbito católico, se propuso a través de su obra hacer exactamente lo contrario, convencido de que, cuando las realidades naturales son despojadas de su sentido sobrenatural, se tornan aberraciones antinaturales. Y así, toda su obra está penetrada, transida, anegada por los fundamentos de la fe, que para Chesterton es la llave que explica el mundo.

Tal vez, de entre todos sus libros, el más poseído por esta unidad de mente que logra aunar las realidades naturales y sobrenaturales sea el portentoso “El hombre eterno” (1925), un ensayo que Chesterton publica tres años después de su definitiva conversión al catolicismo, en la época acaso más luminosa y fructífera de su trayectoria creativa. Sin rubor, podemos afirmar que “El hombre eterno” es el libro que más ha asentado los fundamentos de nuestra fe; y, asentándolos, los ha hecho también más anchos y abarcadores, pues nos ha enseñado que tales fundamentos son la única explicación coherente del hombre y de su lugar en el mundo.

 

Una mirada sobre el ser humano y su amistad con el Creador

“El hombre eterno” no es, sin embargo, un libro de teología, como su título parece sugerir. Tampoco es exactamente un tratado de filosofía de la historia, ni un ensayo antropológico, ni una refutación del darwinismo. Siendo todas estas cosas a la vez (y acariciadas todas ellas por el peculiarísimo estilo chestertoniano, tan paradójico y elegantemente sinuoso), “El hombre eterno” es una mirada de águila, panorámica y penetrante, sobre el ser humano y su amistad con el Creador, que para hacerse todavía más firme fue sellada a través de la encarnación. Es un libro pasmoso, burbujeante de ideas felices, de pasajes inspiradísimos, donde la profundidad del pensamiento y las delicadezas de la expresión se funden en una amalgama difícilmente repetible.

“El hombre eterno” no existiría, sin embargo, si unos años antes Herbert George Wells (el célebre autor de novelas tan populares como “El hombre invisible” o “La máquina del tiempo”) no hubiese entregado a las imprentas “Esquema de la Historia”, un voluminoso ensayo hoy olvidado que, sin embargo, en su momento alcanzó un éxito instantáneo.

En “Esquema de la Historia”, Wells se propuso demostrar petulantemente que el ser humano es el resultado aleatorio de la evolución; que Jesucristo no fue sino un hombre superior, al modo de Mahoma o Buda, un rabino cuyas enseñanzas luego degenerarían en religión, manipuladas por sacerdotes con ansias de poder; y, en fin, que las religiones (todas en general, pero muy específicamente la católica) son una montaña de paparruchas, incapaces de afrontar los retos del hombre moderno.

Soliviantado por la lectura del mamotreto de Wells (y el enfado se transparenta en algunos pasajes de “El hombre eterno”), Chesterton escribe este libro gozoso, incendiado de belleza, en el que nos propone su propio bosquejo de la historia, ridiculizando las erudiciones de hormiga con que Wells pretendía legitimar sus hipótesis (erudiciones que, en gran medida, los avances científicos han probado falsas, o tornado obsoletas) y lanzando un par de tesis centrales: el hombre no es fruto de la evolución, sino de la acción creadora divina; y el hombre llamado Cristo era en verdad el Hijo de Dios.

 

Refutación del darwinismo por el arte

#06-foto-2La primera parte se inicia con una refutación de los sofismas del darwinismo llena de originalidad y fuerza persuasiva. Para Chesterton, el hombre no es producto de una evolución, sino de una revolución, de un puro milagro; e importa un ardite que ese milagro haya sido instantáneo o que haya durado miles de años (pues, como Chesterton afirma en algún pasaje de su libro, que Circe transformara en cerdos a los compañeros de Ulises de forma fulminante o que su metamorfosis fuese progresiva no resta conmoción al portento).

Para demostrarnos que la aparición del hombre es fruto de un milagro, Chesterton nos introduce en las cavernas; y nos pide que fijemos la mirada en las pinturas que nuestros antepasados dejaron sobre las paredes. Esas pinturas rupestres no fueron realizadas por monos que estaban evolucionando hacia un estadio superior, sino por hombres exactamente igual que nosotros, pues el hombre es el único ser de la creación que puede ser a un mismo tiempo creador y criatura.

Las hipótesis evolucionistas envuelven esta verdad desnuda en una madeja abstrusa, todo lo verosímil o desquiciada que se quiera; pero tales hipótesis nunca podrán negar que hubo un día en que un ser nuevo se puso a pintar en una cueva; un ser que, siendo muy cercano morfológicamente a un chimpancé o a un gorila, era a la vez el ser más diverso del chimpancé y el gorila, porque hacía algo que el chimpancé y el gorila nunca podrán hacer, por mucho que evolucionen, que es pintar.

El arte es el rasgo exclusivo de la personalidad humana, el modo en que Dios distinguió al hombre con su predilección; y el arte, que es efusión de un alma en la que ha sido infundido el sentido de la belleza, jamás podrá ser explicado por la evolución de la materia.

 

El hombre fue religioso desde que fue creado

A continuación, tras probar de un modo tan magistral y hermoso la misteriosa singularidad del hombre, pasa Chesterton a demostrar que el hombre fue religioso desde que fue creado. Y que su fe religiosa no fue, como se pretende, un amasijo de mitologías nacidas del miedo ante los elementos naturales, sino una convicción profunda que, a falta de una ciencia divina, se hubo de expresar desordenada y poéticamente a través de fábulas mitológicas.

Con el tiempo, tales fábulas llegarían a nublar la convicción profunda originaria, multiplicándose hasta hacerse asfixiantes; o incluso infectándose, anegándose de demonios que el hombre confundió con dioses. Y así el hombre llegó a extraviar su innato sentido religioso, haciendo necesaria la irrupción de Dios mismo en la historia.

En la segunda parte de “El hombre eterno”, Chesterton nos ofrece en primer lugar una visión nueva de la Navidad: adorar a Dios significaba hasta el nacimiento de Cristo elevar los ojos a un cielo cuajado de estrellas que nos sobrecogía con su inmensidad; a partir de la Navidad, adorar a Dios significa volver los ojos al suelo, incluso acostumbrarlos a la oscuridad de una cueva, para reparar en la fragilidad de un niño que gimotea entre las pajas. Las manos que habían modelado las estrellas se convierten, de súbito, en unas manecitas diminutas que apenas logran atrapar una guedeja del cabello de María; la grandeza infinita de Dios se torna fragilidad de un niño recién nacido que se amamanta a los pechos de su Madre, que desde ese momento se convierte en la mediación más infalible para llegar a él.

Pero el nacimiento de Cristo, que fue celebrado lo mismo por los sencillos pastores que por los sabios de Oriente, fue también celebrado a su particular manera por Herodes. Y es que Cristo, nos enseña Chesterton, no fue un pacifista que vino a traer el Paraíso a la Tierra, al modo de un comunista o liberal cualquiera, sino un guerrero que quiso que nuestra vida fuese milicia: porque cada vez que ganamos la batalla diaria contra el demonio estamos mostrando la gloria de Dios; y cada vez que flaqueamos en el combate estamos brindando a Dios la posibilidad de acoger nuestra debilidad, de sanarla amorosamente hasta devolvernos otra vez las fuerzas.

En su etopeya de Cristo, Chesterton glosa jocosamente todas las pretensiones modernistas de negar su divinidad, a costa de exaltar su humanidad para, a continuación, subrayar que no ha habido ningún gran hombre en la historia que se haya proclamado Hijo de Dios. Tamaña enormidad no la haría un gran hombre, sino sólo un orate al estilo de Calígula; pero si antes los modernistas han convenido que Cristo no era un orate, sino un gran hombre incapaz de mentir ni de alardear groseramente, entonces… es que sin duda era el Hijo de Dios.

 

La gracia divina hecha escritura

#06-foto-3Las delicadezas del pensamiento chestertoniano alcanzan en “El hombre eterno” su expresión más acendrada y polifónica. No es “El hombre eterno” tan sólo una obra maestra de la literatura, no es tan sólo una expresión privilegiada del pensamiento católico; es la gracia divina hecha escritura, transmutada en frases gozosas, clarividentes, irradiadoras de esperanza. Si la fe católica, a lo largo de la historia, ha estado muchas veces asediada, arrinconada y casi muerta, para después emerger otra vez de sus cenizas, es porque cuenta con un Dios que sabe cómo salir del sepulcro.

Ese Dios es amor y lo conocemos amándolo; pero es también un Dios que nos pide que nos esforcemos en estudiar la llave que nos brinda, con la que podremos entender el mundo entero. Si san Atanasio –nos explica Chesterton– no nos hubiese enseñado que el Hijo es co-eterno, al igual que el Padre, afirmar que “Dios es Amor” no tendría sentido; pues Dios no habría tenido a quien amar.

La Trinidad es la escuela en la que Dios pudo probar su Amor desde el principio; y este libro imperecedero es la mejor llave para adentrarnos en el amor y en el misterio de Dios, sin olvidar nunca –como escribe Chesterton en un pasaje sublime– que “somos cristianos y católicos no porque adoremos una llave, sino porque hemos atravesado la puerta y hemos sentido el viento, el soplo de la trompeta de la libertad sobre la tierra de los vivos”.

Y, cuando acabamos de leer “El hombre eterno”, ese viento ya nunca deja de soplar.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Magnificat, www.magnificat.net.