Hijo mío, para ti soy un dictador

Gastón Escudero Poblete | Sección: Educación, Familia, Política

La idolatría a la democracia llega a niveles francamente irritantes. Hace poco asistí a una charla en el colegio de mi hijo sobre la educación de niños de edad preescolar. A pesar de la hora (comenzó a las 20,00), seguí la charla con interés tanto por la relevancia del contenido como por la simpatía del continente (la expositora era muy agradable).

Todo bien ‒galletitas incluidas‒ hasta que la exposición llegó a una matriz que clasifica los estilos de crianza combinando afecto y exigencia. El estilo que combina una alta exigencia con poco afecto se denomina “autoritario”; el que combina baja exigencia con poco afecto se denomina “permisivo”; el que combina baja exigencia como mucho afecto se denomina “sobreprotector”; finalmente, el estilo que combina alta exigencia y mucho afecto, y que se caracteriza por priorizar las exigencias de acuerdo con un conocimiento de las reales capacidades del hijo, reforzando lo positivo y comunicando también en positivo, siendo por tanto el estilo que todo padre debiera aplicar en pos de la felicidad de su hijo convirtiéndose así en un súper padre, ese estilo se llama… ¡“democrático”!

Al escuchar esto se me atragantó la galleta que masticaba y se borró de un plumazo la tranquilidad con que escuchaba la charla. ¡Democrático! Así que ahora debía convertirme en un demócrata, yo, que siempre he escuchado esta palabra con escepticismo y, lo confieso, con desconfianza.

Dominado el estupor inicial ‒aunque no por completo y con la ayuda de mi señora, que temía que yo interrumpiera la charla para iniciar una discusión, según ella, meramente semántica‒, comencé a racionalizar mi reacción. Dejando a un lado los nombres de cada estilo, las características de cada uno estaban bien descritas y, claramente, no podía negar que, idealmente, todo padre debe situarse ‒aunque no siempre lo logre‒ en el cuadrante llamado “democrático”. ¿Podía entonces dejar a un lado mi emotividad política y aceptar ese nombre? En ese momento años de estudio, reflexión y experiencia vital confluyeron en mi consciencia tomando forma casi tangible en un monosílabo por respuesta: ¡NO!; un padre no puede ejercer con su hijo pequeño una crianza democrática.

Veamos por qué. El académico que bautizó de tal manera el estilo de crianza que combina alta exigencia y mucho afecto (y que no fue la expositora, quien me aclaró al final que simplemente usó el nombre que aparece en la bibliografía) tomó prestado el término “democrático” de la filosofía política, seguramente dejándose llevar por la moda que considera que todo lo bueno, para serlo, debe participar de ese carácter. Una confluencia de factores ha impuesto en este momento histórico la noción de la democracia liberal como ideal hacia el cual las sociedades deben tender para asegurar la felicidad de sus miembros, y luego por extensión esa noción se ha trasladado a las distintas sociedades primarias e intermedias. El resultado es que hoy se habla de democracia ‒sea lo que sea que signifique, lo que muchas veces no es claro‒ en la familias, en las instituciones educativas, en la empresa, en grupos de amigos, en clubes de rayuela, etc., etc., etc.

Sin embargo, el sentido común indica que cada especie de organización o sociedad tiene su propia forma de gobierno. Tanto Aristóteles como Tomás de Aquino, antes de que la reflexión social se contaminara con la ideología, llamaron “prudencia” a la virtud y acción que consiste en gobernar o conducir a alguien a su fin último, y distinguieron varios tipos según el sujeto a quien se aplique: la prudencia es “personal” cuando recae en el propio sujeto (gobierno o conducción de sí mismo); es “económica” o “familiar” cuando recae en la familia; es “gubernativa” cuando se aplica a la sociedad civil; y es “militar” cuando se aplica al arte de la guerra.

La familia y la sociedad civil, aunque son especies de organización, no son iguales. El fin de la sociedad  civil es la integración de las distintas organizaciones o sociedades menores constituidas para satisfacer necesidades específicas (educación, salud, recreación, etc.) y su gobierno se relaciona con acciones del tipo “coordinación”, “orden público”, “arbitraje y solución de conflictos”, etc. Aristóteles distinguió tres tipos de gobierno de la sociedad civil atendiendo al número de personas que lo ejercen: la monarquía es el gobierno de uno (por lo que en mi opinión la dictadura es asimilable a la monarquía), la aristocracia es el unos pocos, y el gobierno constitucional (o república) es el de muchos. Las tres formas son legítimas si buscan el interés o bien común, pero pueden devenir en formas defectuosas según se desvíen del bien común: la tiranía es una monarquía que busca el interés del monarca (o del dictador); la oligarquía es el gobierno los ricos que buscan su interés; y la democracia es una república que busca el interés de los necesitados pero no de todos. Aristóteles sostuvo que la monarquía (o dictadura) es la mejor forma de gobierno cuando quien gobierna es un hombre que aventaja por virtud al resto de los ciudadanos, lo cual rara vez ocurre. La aristocracia será la mejor forma de gobierno en una sociedad en que hay sólo un grupo reducido de ciudadanos virtuosos en condiciones de gobernar. Pero la república será la mejor forma de gobierno allí donde haya un grupo homogéneo y numeroso de personas de clase media, que por su posición está en las mejores condiciones para contribuir a la cohesión interna de la comunidad.

Por su parte, la familia es una sociedad cuyo fin es la crianza y educación de los hijos. La crianza es uno de los varios aspectos que abarca la prudencia familiar, y consiste en conducir a los hijos a su madurez o adultez proporcionándoles las condiciones materiales y formativas que lo hagan posible. Dado que la condición del gobernado ‒el hijo‒ cambia en el tiempo, la forma de conducirlo también debe cambiar, transitando desde un estilo caracterizado por la imposición a uno caracterizado por sugerencias y acuerdos a medida que el hijo crece y madura.

Por todo lo anterior, no me parece conveniente aplicar a la crianza de los hijos conceptos de filosofía política, pero si vamos a hacerlo seamos rigurosos. Tratándose de niños pequeños, se me hace absurdo recurrir al concepto de democracia, puesto que los acuerdos entre gobernante y gobernados que la caracterizan requiere un grado de madurez que un niño pequeño está lejos de alcanzar. Tampoco me parece que la república sea el concepto adecuado. Siguiendo el análisis de Aristóteles, la forma de gobierno que más se asemeja a un estilo de crianza adecuado para niños pequeños es la monarquía o dictadura. Claro, porque el gobernado ‒el niño‒ no está en condiciones de saber qué le conviene, al contrario, suele dejarse llevar por sus gustos y caprichos, por lo que no es raro que entre comer dulces o un plato de verduras prefiera lo primero. Por ejemplo si, a la hora de almorzar, mi hijo de seis años insiste en ponerse a comer dulces y en una actitud democrática me pongo a transar con él a fin de llegar a un acuerdo (del tipo “un dulce por cada tres cucharadas de comida”), está claro que no sólo crecerá mal alimentado sino que no lo estaré formando para que sea capaz de elegir bien cada vez que experimente un conflicto entre lo que le gusta y lo que le conviene.

Puede que usted, estimado lector, no esté de acuerdo conmigo, pero estoy convencido de que mientras mi hijo no haya desarrollado el criterio para discernir qué es bueno para él, debo imponérselo. Sí, imponérselo, pero con cariño y de la forma menos desagradable posible para él. Debo asumir mi rol de dictador (o de rey, si usted prefiere) para mostrarle a mi hijo, con mis actos, palabras y gestos, que la verdad es buena y bella. ¡Ese sí que es un tremendo desafío! Y de paso, al asumirlo, me engrandeceré como ser humano, porque para mostrar la verdad, el bien y la belleza, debo encarnarlas haciéndome un hombre virtuoso. Entonces, con el paso de los años, mi hijo irá madurando y en la medida en que lo haga estará en condiciones de hacerme sugerencias y yo tendré que rectificar mis apreciaciones primeras para llegar a acuerdos. El proceso no será sencillo y estará plagado de errores de ambas partes, pero ¡qué le voy a hacer!: es la senda angosta que precede a todo éxito verdadero en este mundo.

Me parece que, si aplicamos el paradigma de la democracia como se entiende hoy a la crianza de niños en edad preescolar, corremos el riesgo de hacer dejación de un deber ineludible: el de realizar nuestro mejor y mayor esfuerzo por ser mejores para convertirnos así en verdaderos guías de nuestros hijos. Por eso, no tengo miedo en asumir mi rol de dictador pero, como diría Aristóteles, un “buen” dictador, un hombre sobresaliente por sus virtudes y principalmente por aquella que habilita a gobernar: la prudencia. De esa manera, cuando yo ya no habite en la sociedad civil sino en la Ciudad Celeste, mi hijo me recordará como el rey que le mostró el camino a su felicidad, imagen del Rey o Dictador por antonomasia al que espero adoremos juntos por toda la eternidad.