Una reforma (a)política

Daniel Mansuy | Sección: Educación, Política, Sociedad

#02-foto-1-autor¿Es posible modificar los hábitos arraigados en una sociedad? Es la pregunta que por estos días obsesiona a la izquierda, y de no cambiar el escenario, el gobierno se juega en ella buena parte de su éxito. El diagnóstico subyacente es simple: la dictadura introdujo el mecanismo de mercado en la educación y ha llegado la hora de extirparlo en razón de sus múltiples efectos perversos. Bajo esa lógica, las resistencias sociales no son sorprendentes –toda cirugía implica alguna complicación– porque lo importante es el objetivo: al final del camino hay una sociedad pacificada y libre de toda segregación.

Este discurso reivindica así la posibilidad de una acción política vigorosa que pueda constituirse como agente de cambio y de transformación. Hay algo admirable en una ambición de esta naturaleza, porque implica un gesto de confianza en las olvidadas virtudes del autogobierno y la democracia: los hombres podemos ser autores de nuestro régimen político. Esta aspiración, tan vieja como los griegos, es legítima si se tiene conciencia de sus límites: la política no lo puede todo, pues opera dentro de condiciones contingentes. El político que olvida esto creyendo, por ejemplo, que todos nuestros problemas sociales pasan por la estructura jurídica de los colegios, se condena al fracaso.

Por lo mismo, el error no está tanto en la ambición (¿quién no desearía una sociedad más justa?), sino en el ajuste con la realidad y en los medios escogidos. En otros términos, el problema de la reforma educacional está en la asunción de un registro puramente moral, que se justifica sólo desde ese punto de vista. Es innegable que la política sin moral se convierte en mera lucha de poder, pero la moral sin política no es menos peligrosa: se transforma en un juego estético, donde no medimos realidades sino imágenes, y donde entramos en una lucha de imposturas. Esto es tan visible, que la reforma puede ser descrita como un gigantesco esfuerzo de la elite para obligar a la clase media a mezclarse con los estratos más bajos, sin que los más ricos arriesguen nada. En otras palabras, queremos que otros se transformen en ángeles, sin pagar ningún costo. Así, dado que los actores no están comprometidos vitalmente, la política se transforma en un ejercicio estético, o peor, en un surtido de moralina.

Buena parte de la izquierda ha caído una y otra vez en esta trampa: intenta gobernar desde un conjunto de certezas morales que son completamente inútiles para hacer política. Las convicciones respecto de lo justo son indispensables, pero deben estar mediadas políticamente para hacerse efectivas. Desde luego que es posible modificar los hábitos arraigados en una sociedad –y la historia así lo demuestra–, pero un esfuerzo de ese tipo requiere mucho cuidado por la realidad. El político no debe ser menos prolijo que el alfarero (y no es seguro que Nicolás Eyzaguirre cumpla con esa exigencia), de lo contrario, el experimento puede  ser infernal, porque asume que podemos superar nuestras miserias por arte de magia. Quien quiere hacer el ángel, decía Pascal, termina haciendo la bestia.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.