Un libreto conocido

Daniel Mansuy | Sección: Política, Sociedad

La tragedia acaecida la semana pasada en Vilcún es de aquellos episodios que deberían sacarnos violentamente de nuestra rutina y obligarnos a formular preguntas incómodas que pocas veces queremos escuchar. ¿Cómo reaccionar frente a un hecho de esta naturaleza? ¿Cómo asumir que en Chile se queman personas vivas en nombre de reivindicaciones históricas, recurriendo a métodos que creíamos suficientemente condenados por la historia? El hecho es mucho más que una enésima señal de alerta: es demasiada la violencia, es demasiada la degradación de lo humano implícita en el atentado.

Sin embargo, es tal la comodidad de nuestra inercia, que ni siquiera este crimen ha cambiado la rutina. En rigor, todo ha seguido un libreto conocido y previsible. Así, hemos tenido el dudoso privilegio de escuchar una discusión bizantina de aquellas: la derecha pidiendo incendiar la pradera con mano dura, y buena parte de la beatería progresista relativizando la gravedad de los hechos en nombre de una historia dolorosa (asumiendo, de paso, el punto de vista exactamente contrario que el mismo sector impulsa en el Museo de la Memoria: ¿en qué quedamos?).

Habría que partir por comprender que los argumentos se mueven en niveles distintos, pues ambas afirmaciones son correctas e insuficientes a la vez. Por de pronto, es evidente que el gobierno tiene aquí un problema objetivo de orden público que no puede desconocer sin faltar gravemente a sus deberes mínimos (Hobbes). Pero no puede soslayarse que la cuestión excede con mucho la mera dimensión policial, y no es seguro que la derecha lo entienda plenamente. Digamos que la dificultad es la siguiente: debemos ser capaces de condenar el hecho sin matices de ninguna especie y de comprender, al mismo tiempo, que este crimen nos enfrenta a un problema político de primer orden, que por años nos hemos negado a mirar seriamente.

Quizás la primera condición para enfrentar el desafío sea admitir nuestra ignorancia. Porque si es evidente que la pura mano dura no basta, y puede incluso agravar las cosas, la entrega de tierras tampoco dio los frutos esperados. Nadie tiene una receta mágica, y las políticas de los últimos decenios han sido un rotundo fracaso (y esto incluye a la Concertación). No es tampoco un problema estrictamente jurídico que pueda zanjarse, por ejemplo, entregando soberanía. Esa salida es tan dirigista como las anteriores, porque ignora que el pueblo mapuche no obedece a las categorías políticas occidentales. Además, no se trata de excluir a los mapuches de Chile, sino de incluirlos en un proyecto común.

Con todo, no es seguro que nuestras autoridades tengan conciencia de todo esto. Hay, por cierto, excepciones honrosas, pero en general la actitud oscila entre el desconcierto improductivo y la gesticulación estéril. Si uno observa con detención los rostros de los hombres blancos reunidos en Santiago para tratar el problema y crear, ahora sí, una política de Estado que, ahora sí, resolverá el problema, es inevitable no ver un gesto de estupor y una mueca de aprendiz frente a lo desconocido: nuestras autoridades no tienen mayor idea de lo que está ocurriendo a 700 kilómetros de distancia. Por eso su actitud, la misma de siempre, se reduce a la vana esperanza de que el próximo chaparrón los pille confesados. Y poco más.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.