El regalo de la atención

Jaime Nubiola | Sección: Educación, Sociedad

Agradezco sinceramente la invitación para actuar como padrino de los becarios alumni en esta ceremonia de graduación. Hablar a un público interdisciplinar tan cualificado como el que hoy se reúne aquí es un desafío para un filósofo.

Al menos en dos ocasiones he escuchado en esta Aula Magna al Rector de nuestra Universidad, mi querido colega el profesor Ángel José Gómez Montoro, calificar a los profesores que aburren a sus alumnos como asesinos. El Rector empleaba esa expresión fuerte del crítico literario George Steiner porque los profesores aburridos matan realmente las ganas de aprender de sus estudiantes.

Como no quiero merecer yo ese calificativo, he pensado hablar precisamente de la atención y el aburrimiento. Además, me he propuesto que todas mis frases –o muchas de ellas al menos– no tengan más de 140 caracteres de forma que quienes lo deseen puedan tuitearlas en directo. Este ha sido mi último descubrimiento para que los estudiantes –al menos los más geeks o más frikis– presten atención en clase. Les pido que pongan sus máquinas a la vista, esto es, que no las escondan entre las piernas debajo de la mesa, y que comuniquen a sus seguidores lo que más les atraiga de lo que escuchen en la clase. Estamos logrando así que la filosofía sea un trending topic, un tema actual, fiel a su misión de despertar a quienes están distraídos y aburridos con las trivialidades habituales de los medios de comunicación.

Este es el primer asunto interesante. ¿Por qué en nuestra sociedad tanta gente se aburre? A mí esto me impresiona mucho, quizá porque nunca he tenido tiempo de aburrirme. Ya en mi infancia mi madre decía de mí que “jugaba a destajo”, con prisa, sin parar nunca. Ahora que ya no soy un niño, sigue pasándome lo mismo, aunque no con el juego, sino con el trabajo: tengo siempre muchísimas cosas que hacer, disfruto con lo que hago y me falta tiempo para hacer todo lo que quiero. Los colaboradores de mi grupo de investigación dicen –en broma– que cuando me muera pondrán en la lápida sobre mi tumba: “¡Descansamos en paz!”.

Son muchos los que se han dado cuenta de que el aburrimiento es hoy una de las lacras de la sociedad occidental. De hecho, hay un creciente imperio de industrias del entretenimiento destinadas a ahuyentar el aburrimiento de la vida de los consumidores. Impresiona la cantidad de personas que no solo se dedican a hacer pasatiempos, sudokus o solitarios de naipes en sus móviles o tabletas para distraerse, sino que están dispuestas a pagar por ello. Se trata de matar el tiempo, esto es, de ocupar la atención con alguna actividad que distraiga y así lo haga más soportable. Uno de los grandes de la filosofía de la ciencia del siglo XX, Paul Feyerabend, defensor del llamado “anarquismo epistemológico”, tituló su autobiografía Matando el tiempo (Zeitverschwendung, lit. derrochando el tiempo), haciendo un juego de palabras con su apellido, pues en alemán Feierabend significa “tiempo libre”, el tiempo que uno puede gastar a su antojo.

En todo caso, me parece trágico que la mayor parte de la gente joven tenga dificultades para llenar su tiempo libre. Muchos se dedican efectivamente a matar su tiempo distrayéndose en tonterías, en actividades que, en última instancia, nos empobrecen. No me refiero solo a las borracheras, sino también a las horas invertidas en ver series tumbados en el sofá o a cotillear tontamente fotos en Facebook. Quienes son más conscientes de esa pobreza, del limitado horizonte de sus intereses, dicen que les “falta motivación” para hacer otras cosas que requieran más esfuerzo o, más llanamente, reconocen su vagancia u holgazanería.

Está claro que nada de esto se refiere a vosotros, los becarios alumni, los mejores alumnos de esta Universidad. Pero precisamente por eso quiero contaros en esta tarde tan especial uno de los grandes secretos para lograr una vida fecunda. Se trata del trabajo sobre uno mismo para llegar a ser señores efectivos de nuestra atención y, por tanto, podamos llevar las riendas de nuestro crecimiento, de nuestra vitalidad interior.

Por una parte, cuántas personas viven con la memoria en el pasado o con la imaginación en el futuro, y eso les impide disfrutar del ahora que es el único tiempo que realmente existe y el único que efectivamente podemos compartir con los demás. Por otra, cuántos que se relacionan por Facebook, Twitter o lo que sea con otros que viven a diez mil kilómetros de distancia, son incapaces de charlar amigablemente con el compañero de clase o con el vecino. Como me escribía una valiosa alumna refiriéndose a su Blackberry: “Te acerca a los que están lejos; te aleja de los que están cerca”.

Se escucha con frecuencia la acusación de que las nuevas tecnologías favorecen la superficialidad. Sin embargo, lo que no llega a decirse es que el problema radica en particular en la utilización simultánea de tres o cuatro máquinas distintas: hay quienes, por ejemplo, mientras pretenden estudiar un libro, no solo escuchan música, sino que a la vez están chateando en Facebook, están atentos a la lucecita roja de su Black que les avisa de que ha llegado un whatsapp, y siguen además el marcador múltiple con los resultados de los partidos de fútbol que se están jugando en ese momento. ¿De verdad es posible estudiar así?

Con el paso de los años quien se dedica a cultivar una forma de vida intelectual descubre que la quintaesencia de la vida del espíritu es la atención, porque en ella es donde se articulan voluntad e inteligencia. Lo que los estudiantes llaman “problemas de concentración” no es otra cosa que su incapacidad de prestar atención continuada en el tiempo a una sola cosa. La “solución” no está en el mero esfuerzo, en apretar los puños, fruncir las cejas y contraer los músculos, tal como Simone Weil describe que hacen los niños cuando la profesora les pide concentración: “La atención –escribe Weil– es un esfuerzo negativo. La atención consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto, manteniendo próximos al pensamiento, pero en un nivel inferior y sin contacto con él, los diversos conocimientos adquiridos que deban ser utilizados”. Esto es estar atento, a la espera, a la expectativa; es también aprender a escuchar.

Como escribió Ralph Waldo Emerson y gusta repetir mi maestro Alejandro Llano, “la dispersión es el mal; la concentración el bien”. Por eso, el secreto que quiero regalaros para entrenar vuestra atención consiste en luchar de manera inteligente contra la dispersión hasta llegar a aprender a prestar toda la atención a un solo objeto, sea una cosa, una persona, o una tarea concreta, durante las horas que sean precisas para entender lo que la persona o la cosa nos quieran decir, o para lograr llevar a cabo esa tarea determinada. Solo quien es capaz de centrar por completo su atención en una sola cosa logra realmente aprender y además lo hace con gusto y prácticamente sin esfuerzo.

La clave se encuentra en eliminar las distracciones, anotando en un papel las que vienen de dentro y eliminando radicalmente –en la medida de lo posible– las interrupciones de fuera. Esto implica aprender a apagar los interruptores, aprender a aislarse por un tiempo determinado –para dedicar unas horas al estudio o a la escritura, para escuchar a una persona que lo necesita– como si en el mundo solo existiéramos nosotros y ese libro que tenemos que estudiar, ese texto que tenemos que escribir o esa persona que necesita ser escuchada. Se trata de hacer una cosa después de otra –no varias simultáneamente– y de llenarse con esa tarea al volcar en ella toda la atención. Si se logra esto, el trabajo se torna apasionante, se disfruta muchísimo más con él y, por supuesto, crece de ordinario su eficacia. Si nuestra atención está ocupada por completo en una tarea al cabo de las horas aparecerá el cansancio, pero no el aburrimiento. Y después de un rato de merecido descanso, podremos retomar la tarea quizá con ilusión renovada.

Esta misma es también la experiencia universal de quienes están enamorados. La atención es, en última instancia, una cuestión de amor, porque es siempre un regalo. Parafraseando a un autor espiritual, me gusta repetir a veces que de nada se priva quien por amor se priva de todo lo que no es su amor. Parece un retruécano, pero lo que quiero decir con ello es que nada pierde quien no atiende a lo que no ama. Dicho afirmativamente, atender a multitud de cosas que no queremos puede ser al principio entretenimiento, pero más pronto que tarde se descubre que es un total aburrimiento.

Como sabéis bien, con la graduación se cierra una etapa de vuestra vida y se abren ahora delante de vosotros muchas puertas, quizá cada una con un gran reloj sobre ella provisto de un odioso segundero que avanza implacablemente: “¡No hay tiempo que perder!”, os dicen acertadamente. Como padrino, lo que quiero deciros es que lo decisivo no es la puerta que escojáis, ni la prisa que os deis en emprender esta nueva etapa. Lo único importante es que pongáis toda vuestra atención en la tarea elegida.

Confío en que hayáis captado el mensaje y que incluso algunos lo hayáis tuiteado. Lo resumo en 140 caracteres: “Hacer una cosa después de otra –no varias simultáneamente– volcando toda nuestra atención y evitando las interrupciones de dentro y de fuera”.

Muchas gracias por el regalo de vuestra atención.

 

 

Nota: este artículo fue publicado originalmente por Filosofía para el siglo XXI, www.filosofiaparaelsigloxxi.wordpress.com.