¿Por qué protestan? (Segunda parte)

José Luis Widow Lira | Sección: Política, Sociedad

Mi cuñado Giulio no estuvo de acuerdo con mi pasada columna. El piensa que las causas de las protestas son más complejas que las que yo planteé hace dos semanas. No se trataría simplemente de una actitud motivada por la irracionalidad y el ideologismo. En el momento que me lo decía, no respondí, probablemente porque él tenía razón. Esta es, entonces, mi respuesta.

En mi columna anterior sostuve que la causa de la protesta era muy simple. En definitiva, según yo sostenía, la protesta obedecía a que la izquierda política no soporta la idea de tener un gobierno de derecha y por eso hará siempre todo lo que esté en sus manos para complicarle la vida, sin importar los costos que eso tenga para la patria. En ese afán, la izquierda organizada usa a una buena parte de la población que es de mentalidad izquierdista y por lo tanto se embarca fácilmente en asonadas reivindicatorias, independientemente de si hay razones y justicia detrás de ellas. Esto es lo que sostenía en la columna anterior. La verdad es que lo sigo sosteniendo. Me parece que, básicamente, lo que hay es esto. Pero probablemente se puede matizar. Veamos.

Esas masas de gente de tendencia izquierdista y socializante, que –como decíamos– hacen del Estado el acreedor universal de todos sus deseos y necesidades, suelen embarcarse más fácilmente en las manifestaciones callejeras, protestas y huelgas cuando hay problemas económicos más o menos graves, pero sobre todo cuando sufren una involución en su capacidad económica, perdiendo poder adquisitivo. Es razonable que sea así: habituarse a tener más es fácil, a tener menos, en cambio, muy difícil. Cuando las personas no retroceden tiende a centrarse en sus rutinas diarias propias de una vida normal. En Chile, aun habiendo problemas económicos importantes y graves, la gente, sin embargo, ha ido aumentando año tras año su capacidad económica y su bienestar. Desde este punto de vista, es difícil entender las protestas, si no de los círculos más ideologizados, si de esos otros más amplios donde se encuentran gremios y sindicatos que parecieran estar entre los más beneficiados por el progreso económico de las últimas décadas. Más difícil aun es entender la simpatía que provocan los protestantes en aquellos hombres de esfuerzo que siguen trabajando y desarrollando su vida normal. Sí, es difícil de entender, porque no parecieran haber causas mayores para tales conductas o actitudes. Y si es difícil de entender, cabe la pregunta: ¿hay causas reales que estén provocando algún malestar entonces justificado que pueda estar haciendo de yesca para que los ánimos se enciendan cuando a alguien se le ocurre tirar un fósforo encendido?

Creo que sí, aunque no pienso que se deba como primera causa a este gobierno o a otro. Me parece que las sociedades contemporáneas tienen un malestar del cual no pueden escapar. Es el malestar del hombre moderno. Es el malestar de un hombre que por antipatía o por pereza se aleja de Dios y con ello pierde la paz propia del hijo que se halla bajo la protección de su Padre. El problema es que la paz la sigue queriendo, pero no su causa. Es el malestar del hombre que por hedonismo, egoísmo, ausencia de abnegación y, consiguientemente, incapacidad de amar con benevolencia ha transformado sus relaciones sociales, partiendo por las familiares, en utilitarias… y así también en desechables. El problema es que no está dispuesto al esfuerzo que implica una amistad verdadera, estable y perdurable, pero echa de menos la calidez y simpleza de una amistad cordial, sin cálculos ni mezquindades. Es el malestar de un hombre que se da cuenta que quiere mayor educación, pero él mismo frustra toda posibilidad de lograrla porque solo valora aquella –solo pobre remedo de la educación verdadera– que le signifique, ojalá en el tiempo más corto posible, un bolsillo más abultado.

Las causas del malestar están en el interior del hombre, pero como el napolitano aquel que cuando es salpicado por un auto que pisa una charco exclama “porco governo”, éste sale a protestar o aplaude a quienes lo hacen. Siempre es más fácil culpar a otros, y si es al gobierno, tanto mejor. San Agustín retaba a aquellos que reclamaban contra los tiempos y las costumbres que les tocaba vivir diciéndoles que por qué decían “qué tiempos y qué costumbres” si esos tiempos y esas costumbres eran ellos mismos. Algo parecido pasa acá: ¿por qué reclamar contra un sistema que, de verdad, no es otra cosa que la vida que los mismos protestantes han decidido llevar adelante? En resumen, la gente hoy intuye que la vida no camina, quiere que camine mejor, y como eso no ocurre busca al culpable –por supuesto, el gobierno– sin darse cuenta que en una medida importantísima el problema está en ellos.

¿Hay un “sistema” distinto de la gente de a pie que explique el malestar de ésta? Probablemente sí. Una economía que por haberse independizado del orden familiar y político –en el sentido clásico y cristiano de los términos– ha convertido al hombre en un número de una estadística. Un capital que corre por una vía paralela a la del trabajo y que, por eso, cada vez pareciera tocarse menos con él. Un capital, despersonalizado y cuya única razón de ser es su permanente abultamiento. Un crecimiento económico que pareciera tener su razón de ser en sí mismo. Un problema grave de distribución de la riqueza no tanto por la desigualdad en sí –aunque esto también–, sino por la indiferencia que suele haber tras ella, en la que el prójimo pasa a ser más un estorbo que alguien con quien practicar la amistad y la caridad. Un sistema político que majaderamente insiste en su condición democrática, pero que como nunca prescinde de la participación real de los ciudadanos al negar los canales institucionales para que éstos intervengan desde las sociedades naturales intermedias a las que pertenecen. Un sistema político que diciendo una cosa, hace la contraria: prometiendo ser para el pueblo, se encierra en los mundos partidistas e ideológicos. Pareciera que este “sistema” ha cansado al hombre moderno, porque empuja su vida por un túnel cuya única salida pareciera ser la pensada e ideada por los tecnócratas o ideólogos de turno en la que él mismo no tiene mucho que decir. Pero peor aún, es empujado a una vida vacía y sin esperanza, porque… ¿quién pone sus esperanzas y llena su vacío interior con crecimiento económico, con puntos más del PIB o con un sistema más parlamentario que presidencial o al revés? El problema es que ese mismo hombre cansado de este sistema que lo aplasta, sigue queriendo el sistema y –qué paradoja– sigue poniendo en él sus esperanzas. De allí que sea válido preguntarse: ¿el estado actual del hombre es el resultado de un sistema que se le ha impuesto o el sistema obedece al estado espiritual de ese hombre? Probablemente haya algo de las dos cosas, pero aun así, me parece que el problema está, primero, en el interior del hombre… y mientras no se de cuenta de eso y no se disponga a cambiarlo, pensará que la solución está en protestar… “porco governo”.