Conocimiento sensible e intelectual en la educación

Leonardo Bruna Rodríguez | Sección: Educación

Algo muy necesario de ser pensado en la obra de la educación es la diferencia, en la unidad del conocimiento humano, entre el conocimiento sensible y el intelectual. Acotando el tema, de suyo amplio y profundo, en orden a la finalidad del escrito podemos decir que imagen y concepto constituyen aquello formado, desde la intimidad de la conciencia, para conocer, respectivamente, de modo sensible e intelectual la realidad que se presenta a la experiencia. Y no es lo mismo formar una imagen o un concepto en el conocimiento de aquello que se estudia. Primeramente veremos la diferencia, luego el contexto contemporáneo, diríamos, marcado por la cultura de la imagen en desmedro del concepto y, finalmente, una aplicación a la educación de la persona.

En general, conocer es aquella operación perfecta consistente en la posesión conciente y formación, en la intimidad de la conciencia, de una semejanza de la cosa por la cual se la conoce. En el conocimiento sensible, luego de recibir por los sentidos externos las cualidades sensibles de las cosas corpóreas, de discernirlas y unificarlas por el sentido común, la imaginación forma una imagen de la cosa por la cual la conocemos como una realidad objetiva y unitaria. Así, por la imagen de un hombre (de Pedro, por ejemplo), se conoce a ese hombre en la concreción y singularidad que, como toda realidad corpórea, posee en su existencia real fuera del sujeto que lo conoce. Hasta aquí llega el conocimiento sensible, presente ya en los animales.

La persona humana, además del conocimiento sensible de lo corpóreo, a partir de la imagen es capaz de abstraer (considerar separadamente) la esencia o verdad esencial del ente, recibirla concientemente en el alma intelectiva y expresarla mediante un concepto formado en la operación de entender. Así como la imagen formada desde la conciencia sensible es aquello por lo que conocemos sensiblemente al ente corpóreo en su singularidad material, así el concepto es aquello formado desde la conciencia intelectual por el que conocemos intelectualmente la esencia de la realidad conocida. Y la esencia o verdad de lo conocido es lo expresado por el inteligente en el acto de entender, pues lo dicho interiormente por el inteligente, al entender, es el concepto, que es la misma verdad de lo conocido en cuanto expresada por el entendimiento. El concepto es aquella palabra interior, anterior a la palabra exterior sensible, dicha por el inteligente y en la que expresa interiormente la verdad de lo conocido intelectualmente. Por ejemplo, el concepto “hombre” es la esencia o verdad del hombre expresada en ese concepto o palabra interior, al entender “hombre”. Concepto o palabra interior que, luego, se expresa de modo sensible por los distintos lenguajes convencionales de las distintas culturas (“homo”, “man”, “homme”, “hombre”, etc.).

La diferencia entre ambos tipos de conocimiento es radical. Conocer la realidad solamente por imágenes, como sucede en los animales, es conocer las cosas en su singularidad y concreción pero sin la captación de su sentido, porque no se entiende la verdad de su ser y de su orden. El mundo aparece como un conjunto de cosas sin conexión, una pluralidad de cosas diversas en la que no se puede descubrir la unidad, el orden y el sentido. Y, como el conocimiento es el principio de los apetitos y comportamientos prácticos, de una mera imagen o captación sensible solo surgen movimientos y operaciones de orden sensible. El conocimiento intelectual humano, por la corporeidad del hombre y de su objeto primero de conocimiento, presupone la imagen, pero se ordena a la formación de conceptos, por los cuales se conoce la entidad de las cosas, su ser y esencia, en virtud de lo cual se puede comprender su orden y sentido en la existencia. La intelección de la diversidad y jerarquía de los entes, la unidad del universo creado, la procedencia de todas las cosas respecto de la Causa primera y el orden por el cual cada una de las criaturas, particularmente el hombre, se mueve por sus operaciones a participar de la Perfección divina como Fin último del universo, solo es posible por la formación de conceptos en la intelección de las cosas. De los conceptos y juicios intelectivos proceden actos de voluntad, querer y elección, que son los actos propiamente humanos.

Por otra parte, y en relación a lo que nos interesa, es conveniente pensar lo siguiente. La realidad conocida solo por imágenes o aproximaciones sensibles permanece extrínseca respecto del núcleo más íntimo del ser personal, pues las imágenes, como todo lo sensible, son esencialmente materiales y, como tales, permanecen “fuera” del entendimiento. En cambio, por el concepto formado al entender, la realidad está concientemente, y en su constitutivo esencial, en lo más íntimo del hombre que es el ser de su alma intelectiva, desde el cual se originan todos sus actos personales y decide su vida. En íntima conexión con lo anterior es necesario distinguir, en el hombre, la memoria sensible de la intelectual. La primera es una facultad sensible por la que podemos conservar y rememorar experiencias, que son imágenes con sus correspondientes valoraciones sensibles. La memoria intelectual, en cambio, es el mismo entendimiento en cuanto conserva habitualmente los conceptos entendidos. Por tanto, una clase orientada principalmente a la formación de imágenes o aproximaciones sensibles, en cuanto no se ordena a la intelección de los contenidos, por la formación de conceptos y juicios muy verdaderos desde los principios, será una clase integrada sólo, o principalmente, en la memoria sensitiva y, por tanto, expresada en un examen sólo, o principalmente, desde ella. Pero lo que no podrá suceder es que los contenidos de la clase sean asimilados y conservados establemente en lo más íntimo del alumno, que es su memoria intelectiva, porque no fueron entendidos. No podrá decir con una palabra verdaderamente suya lo estudiado, porque nunca lo hizo propiamente suyo en cuanto no fue entendido.

Nuestro mundo actual aparece marcado por el signo del materialismo. En el orden práctico parece que la plenitud de vida humana, o felicidad, consiste en el bienestar y goce permanente, principalmente de naturaleza sensible, con el mínimo esfuerzo posible y ajeno al sacrificio. Y en el plano del conocimiento el arraigado positivismo, o cientificismo, reduce el objeto de conocimiento cierto, científico, solamente al universo de los entes corpóreos, esto es, solo a lo empíricamente constatable. Tanto el hedonismo de la vida práctica, como el cientificismo de la vida teorética, implican una metafísica, antropología y ética claramente materialista en la que no se puede reconocer, cultivar y promover lo que es auténticamente pensamiento. En el plano del conocimiento, la reducción de lo inteligible a lo sensible se expresa ya, significativamente, en la progresiva sustitución en el lenguaje de las expresiones “yo entiendo que” o “qué entiendes tu” por estas otras, “yo siento que” o “qué sientes tu”. Y expresiones no precisamente referidas a cosas sensibles, como un dolor de muela o una tristeza sensible, sino respecto, por ejemplo, de la verdad, la obediencia, la Misa, el matrimonio o el mismo Dios. El lenguaje externo, en cuanto expresión sensible de las operaciones inmanentes, manifiesta claramente el creciente giro, en el orden del conocimiento, del pensar al sentir sobre las cosas. Más claramente aparece la reducción materialista del conocimiento humano en la casi universal convicción de que pensamos con el cerebro. La sustitución de la Antropología filosófica por la psicología materialista moderna, como base teórica de la pedagogía, ha contribuido mucho a ello.

El materialismo ambiente, necesariamente subjetivista porque lo material en cuanto tal es siempre particular y relativo al sujeto, se expresa en el orden del conocimiento en la primacía de la imagen respecto del concepto. Progresivamente multiplicados los medios audiovisuales, en la moderna “cultura de la imágenes y sensaciones”, y centrada la atención en lo que a cada uno le parece o siente sobre las cosas, en desmedro de la intelección, de aquel arduo trabajo intelectual ordenado a la formación de conceptos y reconocimiento de principios desde los cuales juzgar sabiamente lo contenido bajo ellos, la educación parece optar por la vía más fácil, vulnerando el derecho de los niños. El trabajo intelectual, metafísico y lógicamente riguroso, parece cada vez más una abstracción desvinculada de la “vida real”, de lo que es verdaderamente valioso por ser material y útil. En esta línea de desarrollo tiene lógica interna, en la pedagogía contemporánea, la creciente sustitución del profesor y de los libros por programas computacionales saturados de imágenes, o reducciones sensibles de los contenidos, orientados a fijar en la memoria sensible (no en la intelectual, en cuanto esta supone entender) los contenidos de la clase.

Uno de los fines principales de la educación de la persona es el conocimiento, mediante las distintas ciencias, de lo que la realidad es, y del orden en ella existente. Y, en esta dimensión de la formación, el fin no puede ser alcanzar solamente imágenes o aproximaciones sensibles sobre lo real. Pensemos qué pasaría, por ejemplo, si la clase de filosofía o ética se ordenase a la formación imaginativa o mera aproximación sensible de realidades como la libertad, el amor, la ley moral, el alma humana, la sexualidad y el matrimonio, el trabajo, la virtud, etc. O, si en la clase de religión el fin fuese lograr imágenes de la fe, el misterio de Dios en sí mismo, su providencia respecto de los hombres, la gracia santificante, el misterio de la Santa Misa, el Papa, la Iglesia, el cielo o el infierno, etc. Pero no sólo en estas asignaturas fundamentales sucedería que los alumnos no aprenderían, sino que también en historia, lenguaje y ciencias puede ser que no aprendan, en la medida que obtienen sólo imágenes, sin intelección de las relaciones causales y el sentido, en la unidad de cada ciencia, de los hechos históricos, de las partes del lenguaje o de los fenómenos de la naturaleza.

Las percepciones sensibles y sensaciones son siempre particulares y cambiantes, en cuanto prima en ellas la singularidad sensitiva del sujeto, voluble y cambiante como son los estados afectivos. La percepción (imagen y valoración sensible) y consiguiente sensación de Juan, por ejemplo sobre la Eucaristía, es nada menos, pero también nada más, que “su” percepción y sensación, en la que se expresa la singularidad  de su propia experiencia, pero nunca la realidad objetiva y universal de la Eucaristía. En cambio el concepto posee la universalidad y estabilidad propia de la verdad, en cuanto es la expresión intelectiva de algo distinto e independiente del sujeto que lo entiende. El concepto formado expresa, no la singularidad del que entiende, sino la verdad objetiva y universal de lo entendido que, justamente por ser entendido, arraiga y permanece habitualmente en el alma del que entiende.

La experiencia sensible de una persona es incomunicable, ninguna otra puede acceder vitalmente a ella. Puede creer al que se la dice, pero no puede experimentar lo mismo, porque lo particular, en cuanto particular, es absolutamente incomunicable. Pero el concepto, aunque formado por un inteligente singular, es pura referencia a otra cosa, a una verdad esencial que cualquier otro hombre puede concebir formando en sí mismo el mismo concepto. El concepto o palabra del hombre, en cuanto es la misma verdad de las cosas dicha por el inteligente, es el bien máximamente amable y comunicable, el bien común del hombre en cuanto sujeto inteligente. La imagen es subjetiva, particular e incomunicable. El concepto, por el contrario, es objetivo, universal y absolutamente comunicable. Es la verdad de la que todo ser personal puede y debe participar.

Es muy verdadero, por otra parte, que el modo propio del conocimiento intelectual del hombre, en cuanto inteligente corpóreo, procede del conocimiento sensible al intelectual, exigiendo naturalmente en el proceso formativo el uso de imágenes, esquemas y ejemplos sensibles necesarios para alcanzar la intelección del contenido esencial. Pero lo que nunca debe suceder es reducir el contenido a puras imágenes o disposiciones afectivas respecto de lo que se intenta enseñar. Si en la clase sucede esto no hay verdadera comunicación entre el profesor y el alumno. Todos sienten algo respecto de lo que se está tratando, pero no se enseña ni tampoco se aprende. Pasaría en la clase lo que suele pasar en parroquias, por ejemplo, en la preparación de novios para el matrimonio: Unos matrimonios mayores sólo cuentan su experiencia matrimonial, que puede ser muy edificante y, por ello, mover afectivamente a los novios que escuchan. Pero estos, sólo desde la experiencia oída y seguramente imaginada, no llegan a entender lo que es el matrimonio, sus fines y  propiedades, su sentido en el misterio de la vida cristiana. Quedan con imágenes y sensaciones, externas a su entendimiento, que pronto pasan quedando vacíos de la verdad que, como fundamento sólido, debía guiar su vida matrimonial. Lo mismo puede pasar en la preparación para la primera comunión y la confirmación en el colegio. Y en la clase de religión puede suceder que, por ejemplo, la fe viene a ser lo que cada uno siente sobre la religión, el valor y finalidad de la Misa reducido a las vivencias sensibles de los que participan en ella y valorada según el sentimiento en ella experimentado, el cielo y el infierno reducidos a la imagen que cada uno se forma de ellos, Jesús nuestro Señor pensado según lo que cada uno imagina o siente respecto de Él, el pecado original imaginado como una manchita en alma que se borra con el bautismo, etc. ¿Qué puede suceder en la vida natural y sobrenatural del hombre si el principio de sus decisiones y acciones ya no son conceptos expresivos de la verdad, sino imágenes, estados afectivos y valoraciones sensibles, particulares y cambiantes, de las cosas que constituyen la realidad?

Y no se trata de negar el valor de lo sensible, porque es natural en el hombre. Más aún el conocimiento sensible y la sensibilidad subordinados a lo superior, respectivamente, por la disciplina intelectual y la virtud moral, deben acompañar los actos de la razón y de la voluntad para que sean más perfectamente humanos, en cuanto más completos, por ser el hombre espiritual y corpóreo. Se trata solamente de reconocer y respetar el orden natural en el conocimiento humano. Lo inferior para lo superior: La imagen para el concepto, la aproximación sensible ordenada a la intelección de la verdad.

La permanente elevación del alumno, de la sensibilidad  a la intelección, es particularmente necesaria cuando se enseña filosofía y religión, pues sus contenidos fundamentales son objetos de conocimiento inteligible y no sensible. Filosofía sin profunda intelección de la verdad objetiva de las cosas se convierte en mera historia anecdótica de filósofos y sistemas de pensamiento. Religión sin intelección se convierte en mito, ritualismo voluntarista o formalismo moral. Y en estas condiciones el alumno no se forma intelectualmente, porque lo recibido no se hace profundamente vital en él, en cuanto no alcanza a entender (entender es el grado máximo del vivir, decían Aristóteles y Santo Tomás de Aquino), quedando a merced de cualquier viento de doctrina, sujeto apto para ser manipulado por la ideología de turno.

Formar intelectualmente al hombre en la concepción de la verdad, y no meramente en sensaciones subjetivas o puros intercambios de experiencias y opiniones relativas, exige por parte del educador un conocimiento profundo y reflexivo de la verdad que quiere mostrar y, por ello, capacidad de dar razón, de fundamentar sólidamente lo que enseña, de enfrentar naturalmente dificultades y objeciones mostrando luminosamente la verdad y los errores que se le oponen. Cuando sucede esto, el profesor aparece naturalmente como autoridad ante el alumno. Y aunque este no esté de acuerdo con él, le reconocerá como alguien consistente frente al cual tendrá que pensar y ejercer en serio su libertad.

Exige, además, un esfuerzo permanente en el profesor de penetrar cada vez más la verdad de lo que enseña. Implica estudio y reflexión permanente. Si falta esto en el profesor, sucede algo que podría parecer sorprendente. Ocurre que el conocimiento decae, los conocimientos que se tenían comienzan a desdibujarse, porque sin haber estudiado seriamente, propiamente no sabía; tenía solo datos o información sin conexión. La clase será cada vez más un ritual sin actividad intelectual fuerte y sostenida, será progresivamente un latoso decir cosas aún presentes en la memoria sensible, pero sin unidad y sentido porque no proceden de la memoria intelectiva, en cuanto no verdaderamente entendidas. Así como la vida espiritual decrece, ni siquiera se mantiene, cuando el cristiano no está intencionadamente creciendo en ella, así también cuando el profesor no está intelectualmente en tensión hacia el descubrimiento y penetración permanente de la verdad, no sólo se queda con la verdad conocida sino que ésta comienza a obscurecerse. La clase no se ordenará a la formación de conceptos, o a la relación de conceptos, entendidos bajo los principios, en orden a la intelección de la unidad y el sentido de lo estudiado en el orden general de lo que se enseña. Y, porque los alumnos no aprenden, exigirán más y más que las clases sean entretenidas, más reducidas de lo intelectivo a lo sensitivo.