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Reflexiones ante la catástrofe

Ante catástrofes tan dramáticas como el terremoto que acaba de asolarnos, no resulta posible quedarse en las meras inquietudes noticiosas o en las simples preocupaciones prácticas que quedan como secuela. Ello es, ciertamente, importante e inevitable. Pero hay algo aún más ineludible y necesario.

Me refiero a las reflexiones éticas y humanas que, frente a semejante tragedia colectiva, brotan del espíritu y del corazón.

Quizás lo más impactante sea constatar nuestra propia impotencia ante los fenómenos más estremecedores de la naturaleza física.

Fuimos creados como reyes de todas las creaturas de la Tierra. Pero la rebelión original de soberbia del hombre frente a Dios, hizo que la naturaleza física se nos convirtiera en hostil. Siempre seremos superiores a los irracionales elementos físicos, porque ellos pueden sólo dañar o destruir nuestro cuerpo, pero nada ni nadie jamás será capaz de aniquilar nuestra alma inmortal y la conciencia de racionalidad que ella engendra.

Sin embargo, esa paradoja de ser superiores y a la vez tan indefensos frente a la naturaleza física, nos induce a preguntas muy radicales.

¿No será que Dios permite dramas como el que hoy sufrimos para que comprendamos que el único modo de ser grandes en cuanto a seres humanos, consiste en saber sentirnos pequeños?

Cuando el extraordinario progreso de la ciencia y la técnica suele amenazar al hombre con la soberbia de hacerlo creerse liberado de las leyes morales del Creador, las fuerzas imponentes y devastadoras de un fenómeno físico nos recuerdan la insignificancia de nuestras seguridades puramente humanas.

El otro sentimiento que surge vigoroso ante lo ocurrido, es el contraste entre nuestra enorme potencialidad solidaria de amor y nuestra habitual tendencia al egoísmo.

Al experimentar tensiones y dolores como los que acarrea un terremoto, ¿no es verdad que nos parecen absurdas nuestras desproporcionadas quejas ante contratiempos tanto menores de nuestra vida cotidiana?

Acaso nuestro latente egoísmo se refleja incluso en la tentación inicial de magnificar los perjuicios que uno mismo ha sufrido con la catástrofe. Tiene que remecernos entonces el sufrimiento incomparablemente mayor que están viviendo tantos otros, para que nuestra protesta ceda paso a la resignación y, a veces, hasta a la gratitud interior.

Ahí aflora en toda su riqueza el sentido solidario. Cuando advertimos que estamos compartiendo una adversidad que supera por sí sola tantas de nuestras artificiales y mezquinas diferencias. Cuando la comparación de que el mismo acontecimiento dañó mucho más a otros que a cualquiera de nosotros. Entonces nos vemos impelidos a compartir y aliviar las penurias del prójimo.

Porque Chile ha padecido muchas adversidades, nuestro ser nacional ha desarrollado una excepcional entereza para sobreponerse a ellas, sobre la base de asumirlas con sentido solidario. En ello hay algo de heroico.

Ahora bien, la historia enseña que el heroísmo colectivo es limitado en el tiempo. Sólo de muy pocos cabe razonablemente esperar tal actitud como algo permanente. Requerir el heroísmo de muchos por tiempo indefenido resultaría, en general, iluso.

Pero aún siendo así, ¿no podríamos prolongar o profundizar siquiera en cierta medida, esta efusión de solidaridad que las catástrofes naturales estimulan en nuestro país? Si lo hiciéramos tan sólo en algún grado, Chile tendría siempre esperanzas de un futuro más promisorio.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Revista Ercilla, el 6 de marzo de 1985.