¿Puede haber un matrimonio homosexual?

Michael Mayne-Nicholls Klenner | Sección: Política, Sociedad

10-foto-11La iniciativa de los senadores Chadwick y Allamand ha revitalizado el debate sobre la opción de que la sociedad chilena acepte el matrimonio homosexual. Ahora, como siempre ocurre con este tipo de discusiones, no toda la atención ni los argumentos esgrimidos apuntan al problema central o de fondo.

Por ejemplo, la revista Qué pasa, en su edición del 23 de octubre pasado, titula uno de sus artículos como “Matrimonio Gay: ¿Estamos preparados?”. Esta pregunta viene con un sesgo impresentable, ya que a priori asume como correctos ciertos juicios de valor respecto a este tema. El problema es que implícitamente asume que lo normal es que el matrimonio homosexual sea aceptado, y que solamente está en cuestionamiento si es el momento adecuado para que esto suceda. Así, el “estar preparados” implica, de manera subrepticia, que lo correcto sólo puede encontrarse en esta respuesta afirmativa. Y ya sabemos lo que viene a continuación: si se está preparado se es abierto, pluralista, tolerante, acorde a los tiempos, moderno… todas características resumibles en una sola, el ser “progresista”, cualidad cuasi divina para la cultura actual. Al contrario, el no estar preparados significa ser aquel personaje infame, pasado de moda, intolerante, retrógrado, esclavo de aquellos oscuros y añejos sistemas morales repletos de dogmáticas creencias (ésta es una de las tantas máximas progresistas que a diario sufrimos…).

El punto es que la pregunta no debería ser si estamos o no preparados para aceptar y legislar a favor del matrimonio gay. Lo que realmente importa es determinar si puede o no existir una institución de este tipo, es decir, si es correcto considerar el matrimonio como la unión entre personas del mismo sexo. Dicho en otras palabras, y tal como asegura el profesor Joaquín García-Huidobro en el mismo artículo, la pregunta debería tratar de dar una respuesta acerca de la bondad o maldad del matrimonio gay. En las siguientes líneas trataremos, brevemente, de dar algunas luces acerca de este tema.

La realidad nos enseña que hay un orden natural presente en todas las cosas: todo ser tiene una naturaleza propia, que define lo que es y que, al mismo tiempo, lo diferencia de otras entidades. Luego, cuando nos referimos a la naturaleza propia de algo lo hacemos, precisamente, para determinar lo que la cosa es: la naturaleza de un ente es la manifestación de su esencia, la que, al ser universal e inmutable, no está sujeta ni supeditada a los vaivenes, cambios o “progresos” sociales y culturales. El hombre es y ha sido siempre eso, un ser humano, independiente del devenir histórico en el cual está inmerso.

Debemos preguntarnos, entonces, ¿cuál es la naturaleza del matrimonio? ¿Cuál es su orden propio? La enseñanza de la Iglesia es clara al respecto. Ella nos recuerda que el matrimonio es una institución cuyos rasgos esenciales son definidos por la naturaleza misma del amor entre un hombre y una mujer, el que alcanza su mayor expresión en la procreación de un nuevo ser y la consiguiente formación de una familia. Esta idea, por supuesto, tiene su fundamento en las Sagradas Escrituras: “Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne” (Génesis). El matrimonio implica esta complementación perfectiva de ambos sexos, en la que el hombre y la mujer se hacen parte especial y única de la Creación por medio del magnífico acto de dar vida. Así, esta institución procede de la propia naturaleza del hombre, la que tiene, entre sus inclinaciones primeras, la perpetuación de su propio ser, la continuación de su especie (1).

Ahora, toda naturaleza impone un orden. Poseer una naturaleza determinada conlleva estar sometido a ciertas reglas, implica estar sometido a límites y condiciones de existencia. Si esta ley de naturaleza no se cumple, la cosa pierde su identidad, se corrompe, desaparece. Por ello, si a una realidad le modifico sus reglas constitutivas, aquellas leyes que rigen su existencia, ésta deja de ser dicha realidad, pasando a ser otra cosa, distinta de la anterior.

10-foto-2Lo que pretenden aquellos que promueven el matrimonio homosexual es cambiar las “reglas del juego” de esta institución humana, es decir, alterar tanto su fin como sus características irrenunciables. Llevar a cabo esta tarea es un despropósito tan innecesario e inentendible como, por ejemplo, discutir sobre la posibilidad de que el fútbol pueda ser jugado con las manos. OK, en pos de ser tolerantes y pluralistas aceptemos que el fútbol se juegue con las extremidades superiores. ¡Perfecto! ¡El que eso quiera, que lo haga! Si todos nos ponemos de acuerdo claro que esto es factible… Ahora, ¿es eso realmente fútbol? ¿Estamos hablando del mismo deporte? Es evidente que ya no sería el mismo juego.

Es inevitable, entonces, que cuando se cambian las reglas o leyes que rigen un juego éste termina desnaturalizándose. Éste es el punto fundamental: ¿Es la unión civil entre personas del mismo sexo un matrimonio? No, claro que no. Otra cosa sí, pero no un matrimonio.

Por consiguiente, si por naturaleza el matrimonio consiste en la unión afectiva y complementaria entre un hombre y una mujer, no corresponde plantear la discusión como lo ha hecho el citado artículo. Lo importante no es saber si estamos preparados para aceptar el matrimonio homosexual, sino tener claro que no corresponde que éste pueda llegar a darse en la realidad. Podemos ir un poco más allá: incluso en el caso de que esta iniciativa llegase a prosperar y se legislara a favor de la instauración del matrimonio homosexual, esta creación del progresismo sólo sería una convención arbitraria y vacía, una mera invención de la cultura humana –la que, como ya vimos, va cambiando a través del tiempo–. Sería un “matrimonio” sólo de nombre, así como sólo de nombre sería “fútbol” un deporte jugado con las manos.




Nota:
(1) Por el contrario, los actos homosexuales, clausuran el acto sexual al don de la vida y no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 2357.