El “derechismo” y su inevitable deriva izquierdista

Alberto Jara A. | Sección: Historia, Política

En 1953 revista Cristiandad publicaba «Derechismo», un artículo del filósofo español Francisco Canals, y más tarde recogido en una colección de ensayos y conferencias del mismo autor, titulada «Política española: pasado y futuro» (Ed. Acervo, Barcelona, 1977).

La actualidad de su pensamiento, por versar además sobre principios de filosofía política, es muy iluminadora a un año de nuestras elecciones presidenciales, donde ciertamente se enfrentan cosmovisiones diversas. ¿Pero hasta qué punto tan distintas? ¿Tan discordantes son los idearios de Piñera, Insulza y Frei? Veamos a qué conclusión llegamos.

Su trabajo se orienta principalmente a la superación de equívocos entre izquierda y derecha, categorías de dialéctica hegeliana (“el álgebra de la revolución”, insiste) que intentan explicar en sus falsos límites la realidad. Argumenta contra esta sofistería no desde la metafísica (esta labor la realiza en otro ensayo), sino desde la perspectiva histórica.

En primer lugar, la “derecha” política –y desde luego que también la compañera– nace en los Parlamentos inaugurados tras la Revolución Francesa de 1789. Y nace del parlamentarismo, es decir, del proyecto de sociedad que este acariciaba. «La derecha vino a ser aquel sector político que, en el ambiente del constitucionalismo liberal, quería salvaguardar el orden y la autoridad, claro está que dentro de la ortodoxia del liberalismo. O, como se dijo en ocasiones célebres, era el partido de quienes querían “conciliar la libertad con el orden”».

Nuestra querida patria no se ha mantenido ajena a estas controversias ideológicas. No en vano a las fuerzas políticas “conservadoras” se les apodó, sobretodo en el siglo XIX, con la etiqueta de “hombres de orden”, mientras que a los vecinos del frente como “partidarios de la libertad”. Y en nuestras clases de Derecho Político, cuando se aborda la naturaleza del Estado de Derecho, palidecemos ante el gran dilema del constitucionalismo contemporáneo: cómo “equilibrar” el binomio orden-libertad. Pues bien, sin enredarnos tanto, «el orden y la libertad no son de suyo cosas incompatibles. Si tanto se hablaba de su conciliación era porque aquella libertad que se propugnaba era la del liberalismo, que siempre había sido y continuaría siendo siempre bandera revolucionaria; mientras que el orden que se trataba de defender era precisamente el nacido de la Revolución. Se comprende, pues, que la operación no dejase de tener sus dificultades».

En el escenario parlamentario francés, entonces, tanto “derecha” e “izquierda” compartían los mismos principios. La diferencia sólo consistía en el grado y estilo de aplicación de los mismos. Mientras la “derecha” se contentaba con asegurar el «orden nuevo», evitando que la subversión misma, «en sus nuevas fases más radicalmente revolucionarias, pusiese en peligro las “preciosas conquistas” ya conseguidas», la “izquierda” se esforzaba por llevar la causa hasta sus últimas consecuencias. Con razón Jaime Balmes definió al partido conservador –o “moderado” – como «el conservador de la Revolución».

En un plano distinto, marginados por negarse a proclamar «como buenos e inmortales los principios de la Revolución», estaba la sana «reacción». Eran quienes resistían el nuevo orden descristianizado, esa inmensa mayoría que llegó incluso al empleo de las armas para defender la constitución católica y monárquica de la sociedad francesa.

En segundo lugar, analiza el profesor Canals la situación a que condujo la actitud «conservadora». Su fruto natural y obvio fue que, ante las nuevas etapas de la Revolución, iban quedando siempre como “reaccionarios”, de enemigos de la libertad y del progreso, frente a los ojos de los más exaltados. «Ante tan gravísimo insulto su “reacción” no podía ser otra que la de acusar a su vez a las “izquierdas” de corruptoras de la libertad y sostener y proclamar que eran ellos –los “derechistas”, los “conservadores”los verdaderos y sinceros liberales». Pan de cada día entre los bacheletista-aliancistas.

De este modo, «el resultado necesario de esta situación fue el constante desplazamiento hacia la izquierda, no sólo de la opinión y de los partidos, sino de la norma de valoración con que se juzgaba del derechismo y del izquierdismo de tal o cual actitud». Así, en una primera fase la “derecha” era enemiga declarada de la democracia y del sufragio universal; consideraba que eran corruptores de la genuina esencia del liberalismo. Después de 1848 mudaron el criterio, no tanto, eso sí, ya que tampoco eran liberales-liberales; miraban ahora con buenos ojos, como “de orden”, la democracia antisocialista, y denunciaban en la propiamente socialista el germen destructor de todo progreso y libertad. El viraje hacia la izquierda, con matices y escrúpulos repentinos ciertamente, ha seguido hasta nuestros reposados días. No resulta extraño, por tanto, que los partidos que captan la mayoría de los votos “conservadores” y “derechistas” huyan de estos calificativos como de la peste misma, prefiriendo otros menos insultantes como Partido Popular, Alianza por Chile, de Centro y, si no hay más remedio, el de “Centroderecha”. Igual como «hace un siglo [o dos] era para ellos intolerable que se les considerara “reaccionarios”, aunque se gloriaban todavía del título de “conservadores”».

Una tercera idea que trata el autor es aquella relativa al futuro de la heroicamente desangrada reacción. «Cuando los “conservadores” tuvieron que temerlo todo de la revolución violenta y franca, […] llamaron en su auxilio a los que llamaban “reaccionarios”, es decir, a aquellos que habían conservado de algún modo los principios y el espíritu a que la Revolución se oponía». Y, ni tontos ni perezosos, bajo las banderas del “orden” y de la “libertad”. ¿Acaso no era justo exigir a los “reaccionarios” que renunciasen a sus “extremismos inquisitoriales” y a sus “utopías medievalistas” y se hiciesen así útiles a la salvación de la sociedad?».

«Pocas veces dejaron los antiguos “contrarrevolucionarios” de ceder a la tentación “conservadora”». Tentación porque, «aunque era muy propio del auténtico espíritu contrarrevolucionario ayudar siempre a todo cuanto pudiese frenar la Revolución violenta, no lo era tanto que el fusionismo “derechista” viniese a confundir y a diluir aquel espíritu en una actitud “conservadora” –es decir, sucesivamente “liberal”, democrática, centrista…–». El resultado fue la casi extinción de la doctrina y la actitud que hubiera sido adecuada y necesaria para la empresa política más grandiosa y difícil de todos los tiempos: la lucha contra la Revolución; la defensa y la restauración del orden cristiano.

Al terminar su escrito Canals contesta, con la hondura y simpleza del sentido común, a una objeción que probablemente se venía formulando el lector. «¿Acaso defendemos como actitud adecuada la de neutralidad entre la derecha y la izquierda?». Responde categóricamente:

«De ningún modo. Creemos que conviene precisamente denunciar en el “conservadurismo” su inversión de valores y su fidelidad a los principios revolucionarios. Pero si alguien entiende por “derechismo” el auténtico espíritu de defensa del orden cristiano contra la Revolución anticristiana –y así lo entienden muchos que al atacar a la derecha defienden en el fondo el espíritu revolucionario–, entonces creo que no habría que hacer otra cosa sino proclamarse “ultraderechista”. Pero esto es precisamente a lo que la “derecha”, conservadora de la Revolución, no se atreverá jamás».

¿Qué dirá Sebastián de todo esto? ¿Y la UDI, por si acaso…?

Alberto Jara es estudiante de Derecho en la Pontificia Universidad Católica.

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