Patrimonio y ciudadanía
Fernando Schmidt | Sección: Arte y Cultura, Historia, Política, Sociedad
Una cierta esperanza de encuentro entre nosotros tuvimos los chilenos el Día de los Patrimonios, el pasado fin de semana. Las filas aguardando entrar a los distintos sitios para que la gente se reconozca en ellos nos hizo olvidar el pesimista ambiente, la violencia e inseguridad, las dificultades políticas, la crispación, la economía que no arranca, un mundo en transformación cada vez más inquietante e incierto.
Visitar el patrimonio se ha convertido a lo largo de los años en una celebración, una fiesta en la que convergemos en forma creciente todos los habitantes de esta tierra, independientemente de nuestro origen, región en la que vivimos, edad, situación económica, credo o ideología política. Emociona ver las colas de personas -muchos en familia- esperando ingresar a un edificio, visitar un monumento, empaparse de una experiencia cultural. Impresiona ver a millares recorrer nuestros museos y los sitios que cada lugar de Chile ofrece como símbolos representativos de lo propio. Acudir en masa a visitarlos a pesar del frío fue un reflejo de nuestro mejor espíritu ciudadano.
El año pasado se movilizaron cerca de dos millones de personas. Todo un éxito si pensamos que hace 25 años, cuando esta iniciativa se inauguró durante el gobierno del ex Presidente Eduardo Frei, pocos centenares visitaron apenas 17 monumentos. Hoy son miles los sitios abiertos que convocan y recogen un pasado acrisolado sucesivamente, tradiciones de la más diversa naturaleza que hacen que Chile sea Chile y no otro país.
El Día de los Patrimonios nos muestra que la sociedad sigue viva a pesar de nuestras profundas diferencias, de la polarización y fragmentación políticas, de los problemas económicos, de la delincuencia. El pasado fin de semana demostramos que aún valoramos nuestra historia; que continuamos perteneciendo a una cultura y a un territorio forjado durante milenios. La multitud de participantes nos habla de un pueblo anhelante por conocerse a sí mismo, ávido por aprender a través de la curiosidad, por transmitir a los hijos lo que hemos llegado a ser. Es una chilenidad consciente de que no somos un fugaz accidente en el tiempo y que nos sentimos orgullosos de los legados que ahora nos pertenecen.
La movilización masiva nos indicó también lo equivocados que estaban quienes en octubre de 2019 nos querían hacer creer con arrogancia y disimulada ignorancia que Chile nacía con ellos, en una mezcla de ruptura, resentimiento, odio y rabia; que nuestra nacionalidad estaba quebrada en mil pedazos, cada uno de ellos afirmando identidades disgregadoras en una Constitución que no llegó a nacer. Mediante argucias intelectuales, generalmente importadas, estos grupos se burlaban del pasado, de las instituciones, de los símbolos patrios, de todo el edificio que construimos pacientemente a lo largo de siglos, mucho antes de la independencia. Somos conciencia acumulada, con sus errores y aciertos, somos constructores de una casa, ladrillo a ladrillo.
Lo que pasó el fin de semana contribuye a ir dejando atrás la ominosa carga anárquica y destructiva del octubrismo que, según cifras del Consejo de Monumentos Nacionales, arrasó ese 2019 con 233 sitios patrimoniales: 66 monumentos históricos de un total de 1.078; 11 zonas típicas de 146, y 156 monumentos públicos. Aún quedan sus huellas en las ciudades como heridas abiertas, pero en estos días recuperamos la esperanza de que podemos superar el trauma gracias al sacrificio de los millones que acudieron libremente al encuentro con el patrimonio, de los voluntarios, de los organizadores de esta fiesta, tanto en el sector público como en el privado.
Recuerdo que el 2010 me correspondió abrir por primera vez el Ministerio de Relaciones Exteriores al Día del Patrimonio, como se decía entonces. No fue fácil porque había que enfrentar la novedad, una cierta tardanza en registrarse, falta de experiencia, el prejuicio de que no teníamos nada que mostrar comparable a los edificios que nos rodeaban. Hubo que vencer la mentalidad de una institución encerrada en sí misma por su particular sicología y la naturaleza del trabajo. Conté con el apoyo del Archivo y de otras varias secciones de la Cancillería y preparamos una narrativa para darle un sentido tangible a lo que figuraba en los textos de historia o de política internacional. Necesitábamos transmitir aquello de lo que la Cancillería se sentía legítimamente orgullosa por su aporte al país y al mundo. Abrimos las oficinas del Canciller y el Subsecretario en un gesto un tanto audaz. La primera vez no tuvimos muchos visitantes, pero instalamos al edificio Carrera, hermético hasta entonces, en el circuito de los recorridos.
La preservación patrimonial es algo antiguo, pero fue la Conferencia General de la Unesco de 1972 la que decidió colectivamente emprender una acción de rescate a partir de lo que cada Estado definía como patrimonial. Los Estados tomábamos conciencia de las pérdidas acaecidas durante las guerras mundiales del siglo pasado; las amenazas que el progreso suponía para monumentos arquitectónicos y naturales en el mundo, y que nuevos saqueos como el de los bárbaros y los Barberini (como se decía en Roma) no debían repetirse. La OEA lo hizo en 1976. La UE en el 2005 vinculando el derecho al patrimonio cultural a los derechos humanos; estipulando la responsabilidad personal y colectiva de su protección; estableciendo la idea de que el patrimonio cultural es consustancial a la construcción de una sociedad democrática y en paz; que el patrimonio es el “reflejo y expresión de valores, creencias, conocimientos y tradiciones propios y en constante evolución”, entre otras materias.
Hay muchos trabajos sobre la relación entre educación y patrimonio; acerca de la idea de conectar el hecho patrimonial con la sociedad; trabajar lo social a partir de lo patrimonial o como instrumento de la ciudadanía crítica. Sin embargo, a mi juicio, las palabras que mejor resumen la conexión con la sociedad son las que pronunció la entonces directora de la Dibam, Marta Cruz-Coke, hace 25 años, cuando se estableció este día en Chile: “El cuidado del patrimonio nos enseña a ser ciudadanos, más que consumidores. El patrimonio no es para ser consumido, sino cuidado en común”. Agregaba: “El patrimonio no es posesión de nadie sino bien de todos, porque es nunca mío, sino siempre nuestro. Es de todos, para todos y debe ser cuidado por todos”. Señalaba en otro magnífico párrafo: “El patrimonio no tiene precio, sino valor. Su valor reside en su significado. Un papel es un papel. Un papel con la firma de Prat es un tesoro nacional”.
Con mucha razón decía que el patrimonio “contribuye a construir nación porque une en torno de valores y símbolos compartidos, es decir, en torno de algo que sobrepasa lo cotidiano, que trasciende nuestra coyuntura. Une a los seres humanos por lo que es esencial a su humanidad: su dimensión trascendente”. Es más, contribuye “a construir nación porque implica una tarea: la del cuidado del bien común patrimonial, permanentemente amenazado y frágil, significado en los objetos materiales que nos vienen del pasado, en los monumentos y en la riqueza intangible de nuestra herencia, muestra máxima nacional y popular, de nuestras costumbres y dichos y formas de celebrar nuestras fiestas”.
Por lo mismo, la discusión sobre dónde instalar el monumento al General Baquedano y la tumba del soldado desconocido no es algo baladí, ligero, porque al decir de Cruz-Coke “la tarea del patrimonio nos exige escuchar al pasado en vez de olvidarlo” y esta es una tarea social, común “y sobre todo de los pobres, porque puede ser lo único que tienen”.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el sábado 1 de junio de 2024.