Células malignas en democracia

Gonzalo Rojas Sánchez | Sección: Familia, Política, Religión, Sociedad, Vida

De todas las afirmaciones contenidas en la declaración de las confesiones religiosas, una da en la médula de nuestros problemas.

Es esta: “El desprecio por la vida, el atropello a la propiedad privada y a las leyes se han convertido en algo habitual. La expansión de la droga y la presencia del crimen organizado, no conocido en Chile, están destruyendo los elementos esenciales de la vida ciudadana y en particular nuestros barrios, familias y nuestra juventud”.

Los pastores hacen así una biopsia que revela células malignas.

Vida, propiedad e instituciones: esas son las tres dimensiones en que lo nuestro está siendo destrozado. La vida no es un valor, es un bien superior, sin el cual todo lo demás carece de sentido. Y la propiedad, aunque se mide en valores, refuerza la vida, la dignifica. Por su parte, las leyes e instituciones deben garantizar la vida, y defender la propiedad en función de la vida. Sin aquellas, no se logra mantener lo necesario para vivir, ni siquiera se sobrevive. Son, dicen los pastores, “elementos esenciales de la vida ciudadana”. De cualquier vida posible, agregamos nosotros.

Si el Presidente Boric quiere un “aborto integral”, si el combate de su gobierno a la inmigración ilegal y al crimen organizado no es eficaz, si es negligente el cuidado oficialista de poblaciones en alto riesgo frente el fuego, no hay modo de llegar a acuerdos con su postura en estas materias. Simplemente deben ser derrotadas, para garantizar la vida.

Si desde las izquierdas la propiedad es considerada un robo (que muchas veces no lo digan, no significa que habitualmente no lo piensen), cuando llega el momento de legislar sobre temas en que los números reflejan dominio —fondos previsionales, prestaciones en salud, retornos en las inversiones educacionales, etc.—, se hacen imposibles los acuerdos con quienes combaten la dimensión propietaria en esos campos.

Si las leyes y las instituciones vigentes son consideradas “estructuras de opresión neoliberales”, y como desde el oficialismo se carece de las mayorías necesarias para modificarlas, se prefiere desprestigiarlas de palabra y de hecho para que simplemente dejen de operar, no es deseable consenso alguno con un propósito tan demoledor.

¿Quiénes son los afectados, según los pastores?

Familia, juventud y barrios, afirman. O sea, justamente donde la vida se gesta y se desarrolla, donde se requiere la propiedad como soporte elemental, y donde se aprecian los primeros efectos positivos de la ley y de las instituciones.

Si hubiese voluntad de concurrir al llamado de los pastores, a cualquier mesa de negociaciones —no nos engañemos— se sentarían tanto quienes creen en un modo específico de constituir la familia, como quienes postulan las “muchas familias”; acudirían los que defienden el derecho de los padres a ser los primeros educadores de la juventud, como los que promueven la autonomía progresiva de los niños y jóvenes; participarían los que defienden la trama de lo local desde la sencillez vecinal, como los que hablan de “territorios” bajo la influencia de activistas iluminados.

Esas contraposiciones —y tantas otras— vienen presentándose desde hace ya un buen tiempo en nuestra vida social. Crispan el ambiente, ciertamente, y no parece haber señales de que se vaya a producir ni una completa victoria cultural de una de ellas, ni que sea posible llegar a un término medio en posturas tan evidentemente binarias.

En democracia no existe otra fórmula que permitirles a las mayorías que avancen con sus proyectos. Muchas veces no nos gustará el contenido, y habrá que procurar, entonces, otra mayoría que los revierta y que despliegue los suyos.

En ese juego estamos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el miércoles 20 de marzo de 2024