Los niños ausentes

Joaquín García-Huidobro | Sección: Familia, Historia, Política, Sociedad, Vida

Los chilenos hemos estado preocupados del crecimiento; luego, de la desigualdad; del transporte; del desprecio sistemático a las instituciones; del problema constitucional; del terrorismo en La Araucanía; de la inmigración irregular; de la pandemia; de la sequía; de los incendios intencionales; del narcotráfico; de la violencia que se ha tomado barrios enteros; de la economía, que ahora está raquítica; del desempleo; de la educación; del deterioro de los liceos emblemáticos y de la inflación. Y entre todos esos problemas, o quizá a causa de todos ellos, no hemos visto el problema de los problemas, aquel de cuya solución depende la subsistencia misma de nuestro país; no hemos advertido la destrucción de aquel bien que, según Hannah Arendt es la categoría política fundamental: la natalidad.

De pronto, en una semana, unos datos del Instituto Nacional de Estadísticas parecen sacarnos del sopor. Y en pocos días aparecen muchas y buenas cartas y columnas que nos muestran que estamos sumidos en una crisis gigantesca. Era tan, pero tan grande, que los gobiernos no podían verla. Porque aunque abrieran los ojos y elevaran la mirada, su altura y anchura excede nuestra capacidad de abarcarla con la vista. Chile se está quedando sin niños.

Nosotros, los mayores, solo en parte sufriremos las consecuencias del problema. Pero las futuras generaciones nos maldecirán y maldecirán a nuestros gobernantes, porque tendrán que llevar sobre sus espaldas una carga que difícilmente estarán en condiciones de soportar. El sur, nuestro querido sur, se despuebla. Las clínicas cierran sus unidades de maternidad porque Chile envejece de manera aparentemente irremediable. Se aproxima lentamente a una catástrofe que ni siquiera la inmigración logra paliar.

Hoy estamos en condiciones de ver que fuimos engañados por más de sesenta años. Nos dijeron que estábamos amenazados por una grave explosión demográfica. Nosotros, que en 1964 teníamos apenas 8.825.046 habitantes, no íbamos a caber en el país. Como éramos pobres y necesitábamos créditos, nos condicionaron sus ayudas a la aplicación de duras políticas de control poblacional. Ellas incluyeron, durante varias décadas (Frei, Allende y Pinochet), la esterilización inconsulta de miles de mujeres; de las más desfavorecidas, por supuesto, porque para el profeta Rockefeller la mejor manera de combatir la pobreza y de prevenir el comunismo era que no nacieran pobres.

En su visión parece que la vida era un privilegio para los suficientemente ricos, pero los ricos y las clases medias fueron perdiendo de a poco el aprecio por la vida. ¿Para qué tener hijos si hoy resulta posible privarse de ellos? Durante toda la historia, los humanos pedían a los dioses hijos, muchos hijos. Pero los dioses ya no existen y, si le creemos a muchos pensadores de moda, el hombre tampoco.

No faltan mujeres que se avergüenzan o se irritan por tener un útero, y varones de todas las edades que se nutren de pornografía, una práctica que por definición es estéril. Disminuye el número de quienes quieren comenzar juntos un proyecto que sea fructífero, que les permita permanecer vivos incluso cuando estén cubiertos de tierra y de su cuerpo apenas queden unas cenizas.

¿Para qué procrear hijos si se piensa que la vida carece de sentido; que el ser humano es un peligro ecológico; que uno puede perder el sueño por una serie de Netflix, pero no por una guagua que llora en el momento más inoportuno?

Hemos sido engañados por las políticas de países poderosos y organismos internacionales; pero también por filosofías que nos llevan a pensar que la existencia es absurda, que no vale la pena prolongarla con nuevas generaciones y que el hombre es necesariamente un peligro para la naturaleza. Hemos sufrido el engaño del individualismo y el autoengaño que lleva a pensar que solo el placer dará satisfacción a nuestros inquietos corazones. Sí, todo eso es verdad, aunque sea doloroso decirlo, pero también hay que reconocer que hoy, en Chile, resulta difícil tener hijos.

Tenemos un Ministerio de Desarrollo Social y Familia, pero carecemos de ideas para enfrentar nuestra catástrofe demográfica. A lo más, nos dirán que las familias son muchas, que no debemos quedarnos con estereotipos del pasado y toda esa cháchara que pretende hacernos olvidar que nos estamos quedando sin niños, y que eso es grave. Porque las mascotas, con todo lo encantadoras que puedan ser, no son capaces de resolver el problema del tamaño de las viviendas; ni los costos de la educación cuando uno quiere salvar a los hijos de los overoles blancos; ni las jornadas de trabajo que hacen tan difícil la maternidad y la paternidad; ni la falta de acceso a las salas cuna; ni la dificultad de atender a los hijos en diciembre o enero, cuando están en la casa y ambos papás trabajan.

Nos quedamos sin niños y ni el Presidente, ni sus ministros, ni los parlamentarios, ni los presidenciables, nos dicen con claridad qué podemos hacer. Y nosotros tampoco decimos mucho. ¿Se acuerdan cuando en la pandemia uno podía sacar a pasear a los perros, pero era multado si lo veían en la calle acompañado de un par de niños? Pero estábamos aterrados con el virus y no dijimos nada.

Nos vamos quedando sin niños, pero al menos hay una esperanza, porque parece que esta semana, por fin, nos hemos dado cuenta de que tenemos un problema.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el domingo 28 de enero de 2024.