El placer de la lectura

Alejandro San Francisco | Sección: Arte y Cultura, Educación

Escritores y lectores, editores y libreros, críticos literarios y clubes de lectura –y tantos otros afines– comparten ciertas nociones fundamentales que son parte crucial de sus vidas: el amor por los libros y la lectura.

No se trata, por cierto, de una dimensión material del asunto, aunque muchos gusten de las grandes bibliotecas, de algunas colecciones de libros, de primeras ediciones, de clásicos o formas específicas de publicaciones. El tema de fondo es la lectura, una determinación por leer, por aproximarse de manera continua a un libro para conocer una historia, descubrir un personaje y llegar al final. Puede ser un  audiolibro, un libro de papel o en formato digital, hoy las posibilidades son muchas. La clave no está en la forma –soy de los que sigue prefiriendo el papel, en cualquier caso– sino en el contenido, en la lectura misma y no en el objeto.

El verano es una excelente oportunidad para leer más, en parte porque hay una mayor disponibilidad de tiempo. Es clave dejar en claro que un lector no se aparta del mundo o de su grupo social: puede y debe hacer paseos, disfrutar con la familia y amigos, descansar, hacer deporte e ir a fiestas. Pero también se puede leer, como parte de las vacaciones y del descanso, aprovechando los días de mayor libertad y con horarios más flexibles. Cada uno con su gusto, ritmo, intereses y su propia aproximación a la lectura, pero con la alegría y decisión de leer y disfrutar.

No es casualidad que en distintos lugares hayan aparecido listas de libros de historia para leer este 2024, o los mejores libros publicados en 2023, también las obras de algunos personajes de la vida nacional se llevarán este verano para sus lecturas. Muy bien. Sin embargo, hay que tener en cuenta dos cosas. La primera es que para seleccionar lecturas existe plena libertad: se pueden buscar libros recientes, pero también más antiguos; autores nacionales o extranjeros; novelas, historia, ensayo, entrevistas u otra forma de expresión. La segunda es que la lectura es un hábito, por lo que hay personas que leen cotidianamente y otras de manera muy esporádica, lo que lleva a decisiones diferentes y quizá a tipos de lectura también distintas. Por ello es importante seleccionar adecuadamente, así como es conveniente consultar a quien sabe y en quien podamos confiar: un amigo, un profesor, un comentario (en la prensa escrita, en la radio o en Instagram, por ejemplo), un buen librero, quizá alguien que esté terminando de leer un buen libro.

Yo tengo las mejores experiencias al respecto. Entre los mejores libros que he leído en mi vida y que recuerdo en este momento, hay orígenes muy diversos que me llevaron a ellos. Un querido profesor, ya fallecido, me animó a leer La hora 25, de Virgil Georghiou; una amiga me regaló y recomendó La noche quedó atrás, de Ian Valtin; el Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, de Mario Góngora, fue lectura en un curso universitario; lo mismo ocurrió con las Confesiones y La Ciudad de Dios, de San Agustín (dos obras notables, por lo demás). A Solzhenitsyn, C.S. Lewis y J.R.R. Tolkien los conocí en un magíster; un libro de Mario Vargas Llosa –La verdad de las mentiras, de crítica literaria– me condujo a diversas lecturas. Algunas maravillas no recuerdo cómo comencé a leerlas: Los miserables de Víctor Hugo (me imagino que fue por el musical); El mundo de ayer, de Stefan Zweig, me parece haberlo visto citado de manera imperativa en un libro de historia sobre el nazismo y los judíos. Los autores del boom latinoamericano supongo que se impusieron en algún instante, al igual que Faulkner, maestro de ellos; en un club de lectura en Madrid, con Mercedes Monmany, conocí a Stendhal, Balzac y a otros autores franceses del siglo XIX. Jaime Eyzaguirre y Gonzalo Vial me llegaron “por tradición”; un tío me dio a leer a Neruda y mi mamá a Rubén Darío. Y podríamos seguir.

Muchos libros han llegado a mí a través de una reseña en un periódico. Al escribir esta columna voy en la mitad de un excelente libro histórico, escrito de una manera fascinante: Años de vértigo 1900-1914, de Philipp Blom, que se refiere al periodo que precedió a la Primera Guerra Mundial.

Por supuesto, se trata de una lista aleatoria. Hay libros comenzados y no terminados (porque no me gustaron o porque eran muy largos y “me pilló la máquina”), otros que no conozco o no me he animado a leer, algunos me parecen más lejanos y los dejé para más adelante, otros estoy seguro que, lamentablemente, jamás leeré. 

Ahí descansan en las repisas, quizá esperando ser elegidos, mientras pasa el tiempo, con la certeza que varios quedarán para otros lectores. Muchas personas deben haber tenido experiencias similares. Estoy convencido que no hay que desanimarse, porque es parte de la experiencia de la lectura y de otra cuestión asociada: la formación de la propia biblioteca.

Leer no es una actividad mecánica, de desplazamiento de la vista a través de las páginas de un libro para cumplir una obligación rutinaria cualquiera. Leer es una posibilidad de ampliar los horizontes, conociendo otros lugares, historias y vidas; es sumergirse en un tiempo distinto, que comenzamos a compartir; es volver a hacernos las preguntas fundamentales de la vida, sobre el amor y el odio, el bien y el mal, la verdad y la mentira, la generosidad y el egoísmo, la búsqueda de la perfección o la decadencia. Leer es comprender que –más allá de nosotros mismos– han ocurrido historias reales o de ficción que pueden decirnos mucho sobre la vida misma, con las cuales podemos gozar o sufrir intensamente, así como crecer, pensar e incluso soñar con un mundo mejor.

Muchas cosas conspiran contra la pasión por la lectura. Desde luego, la competencia: la televisión, las redes sociales y otras formas de ocupar el tiempo, más rápidas y menos arduas que la lectura. También influye la falta de tradición, de enseñanza o de influencias positivas, en la familia, los profesores o amigos, que animen a leer. Muchas veces la forma de leer en los colegios no es la mejor: lecturas obligatorias, preguntas torpes, falta de pasión. No puedo dejar de mencionar la influencia decisiva que puede tener un familiar –especialmente los padres–,  un amigo o un profesor en la decisión de leer algo y de adquirir el hábito de la lectura.

Un reciente libro ha vuelto sobre este tema, en la reflexión de Ron Reinmen: “Hay que ver el nexus y oír el eco de otros textos, saber cuál es el significado original de la palabra y ver en qué contexto se está usando; comprender que una obra solo puede resistir al paso del tiempo si en ella se halla una fuerza viva que, a través de todos los tiempos, tiene algo que decirte y va a cambiar tu vida… siempre y cuando quieras leer bien” (en Nuestras palabras. Educación, mundo clásico y democracia, Madrid: Ladera Norte, 2023).

La tarea no es fácil. En Chile tenemos dos grandes problemas en materia educacional –entre muchos otros, por cierto–, que están concatenados. El primero es de aprendizaje: en diferentes años los datos muestran que en torno al 30 o 40% de los niños de cuarto básico no entiende lo que lee, con todo lo que ello implica, con el drama que eso no se revierte, sino que se prolonga en los demás años de estudio. El segundo es la incapacidad de transmitir los hábitos de lectura o, mejor dicho, la pasión por los libros, especialmente por la literatura.

Cuando se adquiere, es prácticamente imposible abandonar la lectura. Queremos conocer un nuevo libro o autor, estamos atentos a las novedades y las reediciones, preguntamos a los amigos qué están leyendo y si nos recomiendan algo especial. Tranquilos: no es lo único que hablamos. A algunos nos gusta el fútbol o la cosa pública, somos personas comunes y corrientes, pero con una pasión personal que, de vez en cuando, nos gusta compartir: son los libros y las lecturas, que han sido parte tan importante de nuestras vidas.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el domingo 28 de enero de 2024.