Enfermedad del espíritu

Gonzalo Rojas S. | Sección: Educación, Familia, Religión, Sociedad

Acosos, acuchillamientos, peleas rodando por los suelos. De esos comportamientos entre escolares -y de muchos otros más-  han hablado los medios en los últimos días.

Si a eso se suma que son matriculados (no necesariamente estudiantes, en sentido estricto) los que agreden a carabineros del tránsito, los que lanzan molotov, los que se enfrascan en pugilatos con vendedores ambulantes, en fin, los que asaltan la municipalidad de Puente Alto… comienza a extenderse la convicción de que, debido a la pandemia, nuestros alumnos padecen de graves problemas de salud mental.

Parece que se ha olvidado que ya mucho antes del coronavirus los índices de violencia intra escolar eran muy malos y que, si el encierro ha agravado la situación posterior, las cuarentenas no son la causa explicativa de los dramáticos índices de violencia juvenil.

Por supuesto, hay jóvenes mentalmente enfermos, qué duda cabe, pero vincular la violencia de muchos a una supuesta enfermedad mental de casi todos, es un grave error. Ese diagnóstico errado trae, además, varias consecuencias lamentables.

La de menor importancia, pero grave en sí misma, es la sobrecarga de trabajo para los consultorios sicológicos y siquiátricos. Como se parte de la base de que son enormes los porcentajes de nuestros jóvenes que padecen diversas enfermedades mentales, la recomendación -¡la exigencia!- de consultar especialistas se extiende hasta el infinito, con la consiguiente destinación de recursos económicos, pérdida de tiempo y desviación del trabajo que habría que enfocar en quienes verdaderamente lo necesitan. 

Más delicado es que a partir de la consideración de que “hay tantos niños enfermos por la pandemia”, se consoliden dos tendencias muy dañinas para la misma juventud. Por una parte, se convierta a los agresores en inimputables en virtud de su debilidad mental y, por otra, se rebajen aún más todos los niveles de exigencia escolar y universitaria, porque “no vayamos a terminar por enfermar a los pocos que están sanos”.

Pero la tercera consecuencia es la más preocupante. Consiste en tranquilizar la conciencia dejando la causa del mal en simples alteraciones patológicas, en vez de reconocer que la enfermedad de fondo es fundamentalmente espiritual. O, dicho de otra manera, cerrarse a la verdad de que en realidad con la violencia juvenil estamos frente a las consecuencias de las carencias en la vida de fe, en la estabilidad familiar, en el desarrollo de las virtudes, en el rechazo del mal moral.

Es enfermedad del espíritu la que padecemos en la sociedad chilena. Mientras no la corrijamos en la base, todo lo demás es placebo.