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Cobardes

En su profético discurso de 1978 en Harvard -ícono aspiracional del que sueña usar con derecho esa calcomanía institucional en su auto al precio de pensar igual que todo liberal insensato-, Solzhenitsyn advirtió que desde antiguo la pérdida de coraje es el signo del principio del fin de una sociedad. Remarcaba que la merma de valentía era la característica más sobresaliente que él observaba en Occidente, particularmente en las élites intelectuales y gobernantes, las que “muestran esta depresión, esta pasividad y esta perplejidad en sus acciones, en sus declaraciones y más aún en sus autojustificaciones tendientes a demostrar cuán realista, razonable, inteligente y hasta moralmente justificable resulta fundamentar políticas de Estado sobre la debilidad y la cobardía”. 

Lo ocurrido estos días encarna a la perfección esta abominable cobardía. Políticos incompetentes, intelectualmente ramplones y moralmente perversos, dieron otra estocada al Bien Común al aprobar el cuarto retiro y la muerte directa de niños inocentes. Les importó un carajo el pobre, al que impusieron sin pestañear el lastre futuro de la inflación, en un afán populista, corto placista y egoísta de recibir el aplauso fácil que logre su reelección y así les permita gozar por un rato más de las prebendas que como sanguijuelas chupan del trabajo de todos los chilenos. Mucho más grave aún –aunque los sesudos de derecha rasgan vestiduras sólo por lo anterior– abandonaron a su suerte a la mujer y su hijo, legitimando la salida cruel, sangrienta y criminal del genocidio abortista, pisoteando la mayor fuerza natural para poner en orden al mundo: las madres y los niños. 

Sus discursos dan asco; en una sarta de lugares comunes y falacias, impostando la voz para darse aires de erudición y seriedad, se hablan a sí mismos en el autocomplaciente éxtasis de mirarse en un espejo, con la ilusión de que alguien los recordará o citará en el futuro. 

Sus algarabías triunfantes son patéticas puestas en escena y anticipos del mismo infierno, donde la estupidez va de la mano con la frivolidad, donde campea la soledad que provoca el mal moral. 

Son unos cobardes, algunos por maldad, otros por supina ignorancia. Tomaron el camino fácil, incapaces de luchar o resistir. Son -como se repite a diario- por lejos el peor Congreso de la historia. 

Lo mismo debe decirse de este Gobierno que vendió el principio de autoridad y destruyó el Estado de Derecho por falta de huevos y pantalones, aprovechando la pasada para dinamitar lo poco que quedaba del auténtico y único matrimonio. Mostraron valentía para batallar con un microscópico virus, e inigualable cobardía para luchar contra las encuestas y la revolución, embarcándonos en una agonía que a diario nos regala -ya sin sorprendernos- una performance de imbecilidad y descaro “constituyente”. 

Cobardes son también los intelectuales que transan la verdad por aquella moderación cándida y acomodaticia que les asegura una posición de influencia en los medios. Sus análisis ahorran adjetivos no por cumplir con Huidobro sino por temor a que no los publiquen. Renunciaron a decir las cosas por su nombre, a separar la paja del trigo, a hablar con la dureza que exige el estar hace rato en un combate a muerte, cultural y espiritual. Creen que construyen puentes cuando en realidad queman las naves, sin reparar en que el enemigo se ríe de ellos y los usa como tontos útiles. 

Ni hablar de la burguesía, ese cáncer que corroe la amistad cívica. Sus bravatas arden en las redes sociales, pero la hidalguía desaparece rapidito cuando toca jugar golf el fin de semana o meterse la mano al bolsillo. Nada temen más que complicarse un poco la vida (¿eso es vida?). Mucha tontera, mucho temor, mucha plata. Pésima combinación.

Cobardes nosotros, por ver esto y permanecer como espectadores, sin desenmascarar, encarar, desalojar y mandar a la mierda -sí, como corresponde- a esa manga de chantas que con los ojos blancos se hacen llamar honorables; por no sacarle la cresta a los timoratos que se dicen autoridad pero no la ejercen, no sea que se puedan molestar y así se resientan las redes de poder (“compromisos” le llaman) en que estratégicamente nadamos; por no salir de la comodidad de nuestra Comarca y cargar la cruz, despreciando la pura y épica verdad: somos simples hobbits con una misión que supera nuestras fuerzas. 

Sobre todo, cobarde y miserable yo por desahogarme en estas líneas sin asumir mi responsabilidad personal, aterrado de reconocer que estamos en guerra contra los demonios que colonizan mi alma mediante mi pecado y así, cual vampiros, succionan la sangre del Cuerpo Místico. Sí, estamos en guerra y la única forma de ganarla es siendo santos. ¡Cobarde soy por ni siquiera intentarlo!