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Sofismas de los herejes: la falacia de la moderación

Toda herejía contiene inevitablemente elementos de verdad, que abren la posibilidad de creencia de todo su contenido. Es frecuente oír a los que se jactan de ser “moderados” —palabra que denota tanto una repulsiva falta de carácter como la cobardía de un Pilatos que entregó a Cristo a sabiendas de su inocencia— que un determinado autor tiene “cosas rescatables”, las que sería necesario acoger para poder “dialogar con el hombre moderno”. Recogen con mucha sutileza los argumentos convincentes de los liberales, de los democristianos e incluso de los marxistas; y en el plano especulativo, de los analíticos, de la fenomenología, del existencialismo… Pero a partir de esa sutileza toman sus libros, los elogian, difunden e incluso editan, sin reparar en las nefastas consecuencias que dichos actos conllevan: contribuir a profundizar la metástasis del cáncer ideológico en nuestro tiempo, especialmente el del liberalismo (que es en realidad el que está detrás de toda ideología moderna).

Llama poderosamente la atención que esos mismos “moderados”, con la misma sutileza con que salvan la buena fe y las dos o tres cosas acertadas de un autor nefasto —o de un político “de centro” o de izquierda— juzgan los modos de decir de los autores plenamente ortodoxos, de buena línea, que no tienen miedo de mostrarse tal y como son ni de llamar las cosas por su nombre. De la misma manera, critican los discursos claros de los políticos de la llamada “nueva derecha” en diversos países. Trumpistas en Estados Unidos, los seguidores de Bolsonaro en Brasil, los niños de Vox en España y la gente de José Antonio Kast en Chile distan mucho de ser santos de mi devoción, pero es absolutamente falaz la mera crítica a esos sectores por el hecho de ser “extremos” (como si la moderatitis y consensuatosis de los democristianos no fuese un extremo de buenismo e hipocresía), “poco dialogantes” (como si la verdad fuese resultado del consenso) o “populistas” (como si no fuese populista edulcorar con zigzagueos amerengados lo que es incómodo oír en público). Los “moderados” juzgan que en esos autores y políticos habría mala fe, descriterio y delirio. El baremo de medición para juzgar a unos es distinto del que usan para con otros: a unos los miran con una misericordia que atropella la justicia —pues hace caso omiso del valor de la verdad—, mientras que a los otros los miran con una inflexibilidad y dureza peor que la de los mismos fariseos. 

Así, los tibios y cobardes —verdaderos nombres para estos autoproclamados “moderados”— copian los magistrales cuadros de la verdad (que la enseña la Iglesia, de la que son parte) con una brocha gorda, pero pintan con la sutileza de un fino pincel los errores de los herejes, que dentro del conjunto del cuadro acaban por despistar a los incautos. De ahí el peligro que representa para los débiles mentales mezclar el buen vino de la verdad con el agua de la mentira. El agua en menor cantidad hace desabrido el vino; un paladar poco refinado bien podría no darse cuenta, pero lo cierto es que esa bebida no sería puro vino, y mientras menos entrenado esté el paladar, menos cuenta podrá darse del error. 

Bastante difundida está ya la peste, ciertamente, pero ¿no debería eso movernos a recuperar el terreno perdido, a retomar el vocabulario de la filosofía clásica, realista, perenne? Como decía el padre Osvaldo Lira: “Es hora ya de restablecer (…) conceptos en su valor originario (…). Desgraciadamente, por sabidos se callaron y, por callados, se olvidaron. Lo que procede ahora, por lo tanto, es proclamarlos de nuevo a voz en cuello”. 

Y frente a ese discurso saltan los amarillos: —¡Eso es muy extremo!— nos dicen. Y frente a insípidos pseudoargumentos como ese (falacias del reductio ad incorrectionem politicam), no cabe sino la respuesta del mismo Dios, que es la verdad: “conozco tus obras: porque no eres frío ni caliente; ojalá fueras frío o caliente, mas como eres tibio, y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca” (Apoc. III, 15-16). Verdaderamente vomitiva —abominable, repulsiva— es esa cobardía, esa hipocresía, esa tibieza de quien no se planta a decir lo que piensa y hablar conforme con lo que cree que es verdadero. Y es que la verdad no es “moderada”: la verdad por definición es un absoluto, que es el extremo opuesto a la falsedad. El punto medio entre la verdad y el error absoluto no es una pequeña verdad, sino un puro y simple error, aunque de menor categoría.

Los católicos deberíamos de una vez por todas optar por dejar de lado el buenismo y reflejar externamente con gravedad la paz y el orden de nuestro espíritu. Hablar al pan, pan; y al vino, vino. Como el ya citado cura Lira: “Nunca hemos sido proclives a inhibirnos en materias doctrinarias ni de adoptar, tampoco, actitudes falsamente prudenciales que, más bien, deberían calificarse de cobardes. Hemos sido, por el contrario, partidarios decididos de ajustarnos al consejo categórico de Cristo, de que lo que oímos en nuestros oídos, lo proclamemos sobre los techos”. Si queremos convencer, debemos comenzar por decir la verdad… con caridad, por supuesto, y también con tino para ubicarse en cada ambiente, pero no con esa falsa prudencia hipócrita de quien esconde lo que sabe a ciencia cierta que es verdadero.