Leer por placer y con pasión

Alejando San Francisco | Sección: Arte y Cultura

Cada 23 de abril se conmemora el Día Mundial del Libro. Habitualmente, para esta ocasión, se organizan actividades culturales para promover la lectura y las librerías hacen descuentos especiales; también hay recuerdos de algún autor o una obra en especial, para resaltar el valor del libro. Este 2020, como muchas cosas, la celebración es muy diferente: la pandemia del coronavirus ha contagiado prácticamente todo, ha detenido muchas actividades productivas y también culturales, las librerías permanecen cerradas al igual que los eventos públicos con grupos más o menos grandes. En definitiva, quienes celebren lo harán en forma virtual o, quizá, de la mejor manera que podríamos rendir homenaje a este día: leyendo.

Leer es un privilegio que vale la pena agradecer y disfrutar. Durante gran parte de la historia de la Humanidad una mayoría importante de la población mundial permaneció en el analfabetismo, quedando fuera de las posibilidades de marchar paralelamente con las creaciones filosóficas o literarias, la aparición de obras históricas o científicas, la irrupción de la prensa o de la folletería política y tantas otras expresiones escritas de la cultura. A comienzos del siglo XXI las cosas son diferentes, pero podemos apreciar también un decaimiento del interés general por la lectura, que aparece derrotada frente a otras atracciones como la televisión, los videojuegos o las redes sociales. Es evidente que los minutos u horas que se gastan diaria o semanalmente en la lectura son prácticamente nada al lado de los que la gente dedica a otras actividades.

Hay muchas razones por las cuales las personas no leen. Desde luego, pueden influir malas experiencias educativas, falta de libros en el hogar, carencia de hábitos en la familia o simplemente una opción personal por otras alternativas de ocupación del tiempo libre. En cualquier caso, siempre es bueno volver a un factor fundamental de la pasión por la lectura: para leer, es necesario hacerlo por placer. Esto no implica que en algún momento no estemos obligados a leer un libro o un artículo para rendir un examen en el colegio o en la universidad, o por obligación laboral. Sin embargo, difícilmente eso se transformará en un hábito si la razón principal o única para haberlo leído fue la obligación escolar o profesional.

Nuccio Ordine ha señalado que “las grandes obras literarias o filosóficas no deberían leerse para aprobar un examen, sino ante todo por el placer que producen en sí mismas y para tratar de entendernos y de entender el mundo que nos rodea” (en Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal, Barcelona, Acantilado, 2017). En la misma línea, el crítico literario Ignacio Valente sostiene que “hay que leer por un imperativo del placer, por el extremado gusto que la lectura nos proporciona”, asegurando que “si la gente no lee, no es porque no conozca su deber. Es, más primordialmente, porque no sabe gozar” (en Crítica escogida, Santiago, Ediciones Tácitas, 2018).

Podría argumentarse en contra que llegaron a esa conclusión dos personas muy especiales, que han dedicado parte importante de sus vidas a leer y a promover la lectura, a hacer clases y a comentar libros, a disfrutar del placer de la lectura y a vivir esos mundos que emergen en cada libro. Es verdad. Sin embargo, hay muchas experiencias en la historia que muestran que el tema es mucho más profundo y amplio, y que la lectura no solo es una actividad placentera, en el sentido mínimo de la palabra, sino profundamente humana y realizadora.

Por ejemplo, tenemos ejemplos del siglo XX que nos muestran cómo en los campos de concentración se formaban círculos de lectura y comentarios sobre autores determinados; algunas obras extraordinarias debieron sortear la censura y la persecución, y solo pudieron nacer algunas décadas después  –incluso cuando sus autores estaban muertos– o bien tuvieron que ser publicadas en el exilio; un libro, una pequeña biblioteca, se transformó en la salvación infantil de una niña que acompañó a sus padres en las rutas del Gulag; algún profesor pudo rescatar a sus estudiantes de la droga o la delincuencia precisamente porque los motivó con la lectura y las posibilidades que ofrece esta vida, frente al abatimiento previo de sus existencias. Y así podríamos seguir con tantos ejemplos que afirman esta grandeza cotidiana, abierta para todos y a la que todos están invitados, como es leer, disfrutar los libros, transformar la lectura en un hábito y una pasión.

A la hora de elegir resulta claro que podemos tener preferencias distintas, gustos e intereses que nos motivan a leer poesía o novela, ensayos o historia, filosofía o política, actualidad o textos más clásicos. Hay quienes han señalado que prefieren historias largas, con cientos de páginas, ambiciosas y con aspiración de totalidad; otros quizá se motivan por libros breves, pero sabios (El Principito, El hombre en busca de sentido, Apología de Sócrates). Algunas personas se motivaron a leer una obra por consejos de amigos o profesores, otros por reseñas o por comentarios de escritores; hay quienes siguen a algún autor específico o un tipo de literatura (poesía, memorias, literatura fantástica, realismo); no faltan los que cultivan la lectura por países o regiones (el “boom latinoamericano”; los rusos, habitualmente largos y duros existencialmente; autores españoles o norteamericanos, y así cada uno con sus preferencias).

Entre los mejores libros que he leído en mi vida, los hay de orígenes muy diversos. Uno me lo recomendó algún profesor y estuvo esperando largo tiempo en la biblioteca antes de leerlo (más de dos décadas tardé en abrir La hora 25, de Virgil Gheorghiu); otros fueron comentarios o regalos de amigos, que agradecí mucho después de leerlos; había libros a pie de página de una obra que leí por razones profesionales (así llegué a Stefan Zweig y su extraordinario El mundo de ayer); incluso un jefe me dijo que no podía dejar de leer alguna obra (así llegué a Carlos Ruiz Zafón y La sombra del viento); un curso universitario me hizo conocer la literatura de C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien; un tío me animó siendo muy niño a que leyera al poeta Pablo Neruda; Los Miserables fue una invitación a la lectura a través de un magnífico comentario que leí de Mario Vargas Llosa. Y así cada uno puede contar su propia historia.

En lo personal, debo decir que soy lector tardío y que hasta los 18 años solo me motivaba el fútbol. Recién pasados los cuarenta años leí a varios franceses del siglo XIX (Stendhal, Flaubert, Balzac), gracias a un extraordinario taller de lectura con Mercedes Monmany (que continuó con otro sobre autores rusos). ¿Había perdido el tiempo previamente? No lo pienso así, y en todo caso da lo mismo. Cada persona vive su propia experiencia y solo me queda agradecer a profesores, amigos, parientes y escritores por abrir las puertas al maravilloso mundo de la lectura. Son admirables lectores como Mario Góngora, de quien podemos leer en su Diario (Santiago, Editorial Universitaria / Ediciones UC, 2013, Edición crítica de Leonidas Morales) como leyó más de ¡500 libros! en tres años, mientras cursaba además sus estudios de Derecho. Sin duda un caso excepcional. También es notable la iniciativa de la escritora y académica María José Navia, quien día a día está recomendando escritoras a través de su cuenta de Twitter, lo que permitirá a muchas personas conocer autoras y seguramente se animarán a leer algunas de sus obras. Otros tendrán diferentes experiencias y cada uno su propia historia, ciertamente menos abundante que los casos mencionados. Pero igual podremos gozar de la lectura, cada uno con su ritmo y tiempos.

Creo que exagera Todorov cuando afirma que “la literatura es la ciencia humana más importante” (en Leer y vivir, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018). Pero no cabe duda que los libros y la lectura son considerablemente más relevantes que el minúsculo papel que le asignan las sociedades actuales, así como deberían ser más importantes en la vida de cada persona que quiera vivir otras vidas, para lo cual solo le basta con el placer de leer para conocer otros mundos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el domingo 19 de abril de 2020.