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Tejado de Vidrio

No tomó demasiado tiempo para que una multifacética horda de ganosos leñadores se precipitara sobre el caído árbol político de Manuel José Ossandón para despedazarlo debido a su desafortunada presentación en Tolerancia Cero. Desde las “redes sociales” le cayeron encima aun antes que terminara el programa, La Moneda se demoró no más de media día en manifestar su elevado reproche, el periodismo trompeteó declarando abierta la temporada de caza del Cordero de Dios y hasta desde el Congreso Nacional, en ningún caso la Biblioteca de Alejandría en materia del Saber, se oyeron los aullidos de la manada sedienta de sangre. Fue, en resumen, uno de los más consensuados y unitarios episodios de linchamiento que hemos visto en este Chile dividido de arriba abajo. A Ossandón lo tildaron de ignorante la prensa, la academia y la calle; de hecho fue una ocasión propicia, al alcance de grandes y chicos, para por default posar de culto; bastaba hacer causa común junto a la patota implicando así que el ladrador, a diferencia del malhadado Ossandón, estaba y está enterado de los Grandes Temas que aquejan a la humanidad.

Nada más falso. Ni doña Juanita ni el Congreso ni la opinología pueden adjudicarse, sacrificando a un tercero, una sabiduría que no poseen. No sólo Ossandón es quien no sabe mucho del Acuerdo de París, qué puntos comprometió Chile al firmarlo y de qué trata todo el asunto, sino prácticamente no lo sabe nadie. Saber que el acuerdo existe es una cosa; saber en qué consiste, otra. No hay tanta diferencia entre no saber lo segundo y no estar enterado de lo primero. La distinción es, en este caso, bizantina. Se pregunta uno cuántos congresales, amén de Ossandón, lo firmaron sin siquiera haber leído el título en la portada del legajo donde se detallaba lo que a Chile le corresponde cumplir. Ya sabemos de leyes que han sido aprobadas sin que el honorable que dio el sí tuviera la menor idea del proyecto. Algunos lo han confesado. Y considerando las dificultades para implementar diversas iniciativas debido a su torpe concepción y redacción, parece que ni siquiera los autores las leyeron pese a haberlas escrito. La diferencia entre Ossandón y esa masa indistinta y anónima de ignorantes es esta: aquel al menos tuvo la honestidad y franqueza de reconocerlo.

Títere con cabeza

En efecto, de hacerse un examen acucioso del grado de conocimiento que los políticos –y para qué hablar del ciudadano de la calle– tienen respecto de lo que hacen, opinan, aprueban, rechazan, denuncian, anuncian, firman o dejan de firmar, no quedaría títere con cabeza. Nos encontraríamos con la desoladora evidencia de que a fin de cuentas los malos resultados escolares y académicos que ya se detectaban hace 20 años no son cosa del pasado sino tienen poderosos efectos, qué otra cosa podía esperarse, en los adultos de hoy. La entera sociedad se ha analfabetizado y nuestros prohombres son sus fieles representantes, posiblemente más fieles representantes de eso que de ninguna otra cosa. Más aun, el referente del político promedio –hay tal vez una docena de excepciones– no es hoy su par y/o su superior y hasta, en ciertos casos, el juicio de la historia; tampoco es la calidad de su trabajo, su acuciosidad para enterarse de la ley que va a votar o está creando: hoy su referente es la barra brava, la calle, el  beneficiado con un paquete de tallarines, el cliente político, el viejo o vieja que abrazó en un puerta a puerta; es eso, la “cercanía con la gente” y la amplia sonrisa en la gigantografía lo que vale, no el conocimiento y el sentido común. Una prueba de aptitud académica aplicada a la totalidad del personal político de la nación arrojaría resultados no mejores que los ofrecidos por escolares de colegios públicos de barrio pobre. Probablemente serían peores. Más de algún honorable debe ya haber olvidado la tabla del tres.

Ignorancia transversal

La ignorancia es transversal, no patrimonio de los “de abajo”. Políticos que como Ossandón no estén muy al día en acuerdos, tratados o leyes son hoy la norma, no la excepción. A diferencia del crucificado Ossandón, lo que el rank and file del Congreso sí sabe es ejercer la útil virtud de la hipocresía y obedecer prontamente el instinto de supervivencia que les sopla cuándo huirles a los micrófonos. No hay ya elites que al menos, en reembolso y compensación por sus privilegios, tengan una educación y formación que les permita cierta independencia del superficial juicio del público, alguna coherencia en la confección de leyes y un mínimo de eficacia en su implementación. Es, esa, la de las elites más o menos cultas, una política ya muerta. En una sociedad de masas empoderadas lo que vale es el control de sus votos, sin duda poco informados pero cada vez más decisivos, para lo cual no se requiere saber pensar sino saber encantar, saber prometer y sobre todo saber mentir, todas ellas virtudes contrarias a la sana y pura razón porque el mentiroso en serie no sólo “falta a la verdad”, como dicen los siúticos, sino de tanto falsearla pierde de vista su naturaleza y al perderla pierde los referentes necesarios para un buen pensar. Primero no sabe, luego no sabe lo que no sabe y finalmente no sabe si hay un saber que deba saberse. En esa confusión infinita medran, prosperan y hasta se pensionan en olor a santidad.

Populismo

De esto trata el populismo. No es cosa de tribunos que vengan “de afuera”, no sean parte del círculo de la clase política, entren por la ventana del Congreso y tengan la tupé de disputar escaños que parecían hereditarios; el populismo es una condición de inanidad espiritual que deriva de la entera sociedad en la que nace, prospera y finalmente ejerce su acción tóxica. Populismo es pensar con las patas. Es no tener juicio propio. Es pan para hoy y hambre para mañana. Es la política de la idiotez pura y dura. De eso no están libres los “históricos”.

Por eso, populista puede serlo cualquiera tanto en la derecha como en la izquierda. Populista es Trump, del todo dependiente de su base electoral de rednecks que lo empujan por el resbalín de las medidas torpes, contraproducentes y hasta devastadoras; populista era el matrimonio Kischner que terminó por arrasar con Argentina; populista es Evo Morales, quien por mantenerse en el poder primero se gastó toda la plata del gas y ahora juega con fuego en la frontera con Chile; populista fue y es el entero elenco del “Partido de los Trabajadores” en Brasil, manga de obesos sabedores tan sólo de cómo ponerle ruedas a su país; populista era Chávez y populista sin fondos pero con balas es Maduro; populista quiso ser Marine Le Pen, populistas los que incitaron a la población menos educada del Reino Unido a dispararse en el pie saliendo de la UE, populistas los del “Podemos” que no pudieron siquiera formar gobierno para suerte de España, populistas los demagogos griegos que creen posible mantener funcionando a un país con jubilados de 40 años, etc., etc.

Tejado de vidrio

Tal vez estas hornadas de sonrientes y dicharacheros analfabetos sean la señal del futuro, el alucinante pródromo de lo por venir. Nada de raro. Vive, la humanidad, un momento histórico de tal prevalencia de la masa que hasta la democracia plena pero tradicional es ya insuficiente para “recoger” sus aspiraciones, todas ellas ilimitadas, insaciables e incontenibles. Como en la Roma antigua, ha de pasarse entonces del inteligente, cauteloso y prudente Augusto cuidando los sestercios y las legiones al destemplado Nerón cantando malos poemas en medio de las llamas. Pero así como Nerón se creía un gran lírico, hoy sus sucesores de menor monta parecen imaginar que están a la altura de las exigencias intelectuales que supone la buena política, pero no estándolo llevan a cabo la clásica tarea de crucificar salvajemente a alguien que cargue las falencias de todos. ¿Somos ignorantes? ¡Nada de eso! El ignorante es él. Y siendo él no lo somos nosotros. Y arrojan sus piedras sin percatarse de su quebradizo tejado de vidrio.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.