La Iglesia de Juan Pablo II
Jaime Antúnez Aldunate | Sección: Religión
Un conocido escritor francés, que representó al gobierno del Elíseo cuando el 22 de octubre de 1978 tuvo lugar la ceremonia de investidura de Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro, así describió el acontecimiento que entonces debió vivir: “La muchedumbre, apretada dentro de las tenazas de la Plaza San Pedro, en una ola multicolor que llegaba casi hasta el Tíber, esperaba a un Papa y de pronto vio surgir un pescador de hombres, similar en todo a los llamados por Cristo en las orillas del Tiberíades. El recién llegado no parecía venir de Polonia, sino de Galilea, con una red bajo el hombro y el Evangelio debajo del brazo, como si el tiempo se hubiese anulado entre él y la tumba de Pedro presente bajo la basílica. El hombre de hábito blanco que estaba delante de nosotros tenía la estatura de los apóstoles, y sus primeras palabras —“¡No tengáis miedo!”—, lanzadas con una voz que parecía hacer resonar todas las campanas de Roma, nos llamaban al testimonio. Parecían pronunciadas a la entrada del Coliseo, en un día de persecución, por un Papa de las catacumbas invitando a los fieles a seguirlo bajo el diente del león”.
En estos tiempos en que tanto se habla a uno y otro propósito de la Iglesia podemos bien preguntarnos: ¿quién era la Iglesia para ese obispo proveniente de la Europa del Este que apareció entonces bajo el umbral de San Pedro, cuyo nombre completamente desconocido, Karol Wojtyla, abría signos de interrogación en el mundo entero?
Lo sugiere ya la citada descripción: alguien que entendía en profundidad que la Iglesia se configura esencialmente por Jesús y la comunidad de sus apóstoles, más todos los que quieran vivir con ellos, no en un sentido arqueológico ciertamente, sino real y actual. Un pastor cuyo motu “Totus tuus” indica que vivía la Iglesia antes que como quien manda y da, como quien obedece y recibe, entendiéndola primeramente como siendo la Iglesia de María, el Cuerpo místico de Cristo, que se conforma en el sacerdocio común de todos los bautizados en cuanto “pueblo de reyes”, la Esposa que perdurará más allá del tiempo.
Esta visión esencialmente mística no impidió, como fue del todo evidente, que a la vez viviese la Iglesia como una realidad totalmente encarnada en la historia, siendo que su entrañable amor a la patria polaca y a su Iglesia local de Cracovia –con todo el impacto histórico que allí y desde allí tendría su nombramiento– ni por un instante llegó a empañar el amor superior por la Iglesia universal gobernada por Pedro en todo el mundo, sino que al contrario lo potenció.
En íntima consonancia con lo anterior, fue la expresión viva de una Iglesia entendida radicalmente por la primacía de la caridad. No hace falta preguntarse —pues basta recordar su figura y sus gestos cuando recién nombrado o cuando ya anciano— cuánto habrá recordado a diario Juan Pablo II la pregunta de Jesús a Pedro: “¿Me amas más que éstos?”. Demostró hasta lo imposible que la Iglesia o es servicio a la caridad o de lo contrario la invade el deterioro. Su profético gesto del perdón en el jubileo del año 2000 se vincula estrechamente a esto. La Iglesia, más santa que pecadora –porque su luz, su alimento y sus medios son santos–, muchas veces ha sido desfigurada y afligida por el enfriamiento de nuestra caridad. Su incansable preocupación por poner esa santidad de la Iglesia en el candil quedó demostrada en los 1.340 beatos y 483 santos por él elevados a los altares como modelos universales de perfección.
Quizá cinco rasgos puedan sustancialmente resumir el testimonio eclesial del papa Juan Pablo II. Primero, la reciedumbre: la muerte a sí mismo que supone el bautismo para el cristiano la certificó cruentamente el 13 de mayo de 1981 (sufrió el martirio y salió ileso) pero la vivió incruentamente siempre, hasta su último aliento. Segundo, la primacía de Dios y de la vida eterna con la consiguiente esperanza de la resurrección, sin lo cual no hay cristianismo que valga y la Iglesia no se diferencia de una ONG. Tercero, en un mundo donde el pueblo de Dios se pierde en la masa, la visibilidad de la Iglesia, a través de un sinnúmero de viajes apostólicos, de la proclamación de la Palabra que ilumina, descubre y cauteriza a todos, y de asambleas eucarísticas –acto donde los cristianos se ven como cristianos y donde el mundo los ve como tales– celebradas ante millones de personas en los cinco continentes. Cuarto, la unidad de la doctrina, convidando permanentemente a quienes hacen gala de querer vivir “en la frontera de la fe” a vivir en el corazón de la Iglesia y en la verdad del mensaje cristiano: fue desde allí que dialogó con todo el mundo, en Asís con las demás religiones y en la ONU con los poderes de la tierra. Quinto, su inconmovible sentido escatológico, que le hizo proclamar desde el primer día “¡No tengáis miedo!”, pues pase lo que pase, aquí estaremos aguardando siempre, con María y toda la Iglesia, la venida de Jesucristo.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, http://blogs.elmercurio.com.




