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¿Levantar el celibato sacerdotal?

Desde hace algunas semanas, sobre todo a partir del reconocimiento de la paternidad de un hijo que hiciera el ex-Obispo y actual Presidente de la República del Paraguay, Fernando Lugo y de otros hechos parecidos, recrudeció una polémica que es bastante antigua en torno a la posibilidad (o no) del matrimonio de los sacerdotes, con los más variados argumentos. Conexo a ello aparece, como en todo debate apasionado, la mezcla muchas veces involuntaria de conceptos. ¿Es lo mismo virginidad, castidad, celibato? O las valoraciones más subjetivas y a veces con carga negativa: que es retrógrado permanecer célibe, que la Iglesia es cerrada a los tiempos que corren, que va en contra de la naturaleza, que patatín, que patatán…

No pretendo aquí expresar mi propia opinión al respecto del tema (que por supuesto la tengo y que la reservo para la intimidad y el cambio de opiniones con mis hermanos en el presbiterio), sino sobre todo aportar al pensamiento de los lectores algunos elementos que muchas veces no son tenidos en cuenta a la hora de realizar una correcta valoración del tema. Como es un tema extenso y que excede absolutamente un artículo, voy a procurar un orden selectivo de los temas que considero hoy más candentes a modo de sumario para que podamos juntos pensar mejor este tema.

Sobre el celibato en sí

¿El celibato podría no regir? Efectivamente. Es una ley positiva creada a fines del Siglo XI que desde entonces rige invariablemente para todos los católicos de rito romano que deciden abrazar la consagración voluntariamente. Si bien hay antecedentes de vida celibataria incluso antes de Cristo sobre todo en Oriente, hasta la fecha mencionada no hay una obligatoriedad. Esto quiere decir que perfectamente podría no estar o seguir estando como hasta ahora.

¿Virginidad, castidad y celibato son la misma cosa? Rotundamente no. Se puede no ser virgen y ser célibe: por ejemplo, quienes enviudaron y deciden consagrarse ya no son vírgenes, pero no por ello están excluidos de la opción celibataria. Por otra parte, la castidad no es sólo para los consagrados, sino también para los esposos que están invitados a un uso de la sexualidad que no mire tanto el placer físico o el acto sexual en sí cuanto la donación de sí mismo desde el respeto a la persona y a los tiempos propios de la pareja. Y luego, el celibato, implica la renuncia al amor exclusivo hacia una persona para, con un corazón indiviso, servir a una comunidad entera con una entrega total. En cualquier caso, algo muy distinto a una consagración para unos pocos, o una renuncia fruto de un aguante por encima de una donación integral de la persona.

¿Cuál es el para qué del celibato? Esto es lo que menos se entiende hoy por hoy, pero es lo más importante. San Pablo lo recomendaba para vivir una consagración más íntegra a Dios en el hacer pastoral (Cf. 1Cor. 7). Pero tampoco es una mera soltería. Como me dijo una abuela alguna vez, “el sacerdote no se casa con una mujer porque se casa con Dios”. Para quienes eligieron pareja, esto es lo más difícil de entender sin dudas. Sin embargo, quien vive esta realidad en carne propia y con alegría sabe que es fuente de plenitud y de un amor distinto pero igualmente fecundo que el que da la paternidad o la maternidad. Muy lejos de ser algo negativo, es presentado por la Iglesia como un valor positivo y enormemente fecundo, aunque no implique la prolongación física en una descendencia.

Sobre la posibilidad del levantamiento del celibato

Ni bien aparece la mención del tema, encontramos dos reacciones. La primera entusiasta a favor del casamiento de los sacerdotes y la segunda, menos neutra en la evaluación, que propone situaciones de escándalo como las mencionadas al principio y aún desórdenes enfermizos (y reales por desgracia en muchos casos) como la pederastia, los escándalos sexuales producidos por sacerdotes, etc., para concluir que, de no existir el celibato, estas situaciones no estarían.

Esta última peca de una ingenuidad llamativa, porque es sabido que aún en el matrimonio estable las situaciones de bigamia, de abusos de todo tipo y aún de desórdenes morales o psíquicos existe y tiene las mismas consecuencias. No creo sinceramente que levantar el celibato sea la solución para estos temas. Más bien me temo que podría suceder lo contrario.

Quizás sea más valiosa la primera reacción, porque nos genera la búsqueda de un diálogo superador de la situación, e, incluso, nos puede invitar a revalorizar la importancia y la relevancia de la vida celibataria en la acción pastoral. En el actual statu quo ayuda a comprometerse a ver a la renuncia del célibe no como un mero “aguante” o un “no se puede”, sino dentro de un horizonte de valoración positiva de la opción: “elegí esto y me comprometo en un darme totalmente a los demás”.

Pero quizás el lector, aún con estos argumentos pueda aún seguir en duda sobre si la oportunidad de optar por el matrimonio no brinde una superación de la actual situación. Quien tome este camino deberá estar advertido de unos cuántos inconvenientes que conllevaría un levantamiento del celibato sin un diálogo y un pensamiento elaborado previamente ad intra de la Iglesia. Enumero aquí sólo algunos de ellos:

Pero, enumerados estos factores que son operativos y, por ello mismo, sujetos de modificación y de una solución eficaz con un poco de ingenio y mucho sudor, quedan otros, más humanos, que sí presentan mucho mayor dificultad a la hora de activar un cambio en el statu quo del celibato de los sacerdotes. Los resumo en tres puntos:

Lo que sí está más que claro es qué es una falacia el hecho de que levantar el celibato generaría una catarata de nuevas vocaciones. La experiencia de los años 60-70 muestra que, cuando se operó la apertura a la que invitara el Concilio Vaticano II ésta generó tal repercusión que se perdió uno de cada cuatro sacerdotes a nivel mundial. Si hoy pasara eso o algo parecido sería una verdadera tragedia para la Iglesia. No parece solucionar mucho, pues, y, como está visto crearía un rosario de nuevos problemas con más misterios dolorosos que gozosos a mi humilde entender.