Aborto, progreso social y opinión pública

Juan Moya | Sección: Religión, Sociedad, Vida

Nos encontramos ante la posibilidad de una ampliación del aborto, que pasaría de la situación actual –que en la práctica es aborto libre, por un fraude de ley casi sistemático, por negligencia en el seguimiento de dicha ley– a otra en la que aún la impunidad sería mayor por no decir total. Y esto, además, sin demanda social alguna. Pero aunque la hubiera.

Entre los motivos que se dan suele decirse que es un “progreso social” porque supone el reconocimiento del derecho de la mujer a disponer de su cuerpo; y otros argumentos semejantes.

Es triste dedicar tiempo y energías a facilitar aún más el ya elevadísimo número de abortos. ¿No sería preferible emplear esos mismos medios en ver cómo ayudar a las mujeres embarazadas, que por encontrarse en alguna situación conflictiva están pensando o han decidido ya abortar? Sería un buen modo de hacer efectiva la protección al “bien jurídico” que es la vida del no nacido, según reconoce la misma Constitución.

Parece importante ganar la batalla de la opinión pública a favor de la vida. Es necesario conseguir que cale en la calle, en la televisión, en los periódicos…, que el aborto –todo aborto voluntario– carece de razones para existir, porque no hay nada que pueda justificar la muerte de un ser inocente, ningún derecho que pueda estar por encima del derecho a la vida de todo ser humano desde su concepción hasta su muerte natural; que el aborto no solo no es un “progreso social” sino un atraso a épocas en las que predominaba la ley del más fuerte contra el más débil.

Es necesario estar convencidos de que, antes o después, deben acabar por desaparecer las leyes que permitan el aborto –y con más razón no se deben ampliar las ya existentes–, porque no puede negarse que abortar es matar a un niño en el vientre de su madre, tenga días, semanas o meses de vida. Y esto no puede presentarse como un “progreso”, sino como un fracaso de la sociedad y de los responsables sociales, que no han sabido o no han querido abordar a fondo este problema de justicia de primer orden. El aborto es también una grave desigualdad entre el abortado y el que aborta: el que aborta se arroga el derecho a disponer de la vida del abortado: ¿esto es igualdad?

A las que dicen que el cuerpo es suyo y tienen derecho a hacer con él lo que quieran, habría que hacerles ver que ni siquiera con su propio cuerpo tienen ese derecho, sino el deber de cuidarlo y respetarlo; y con mayor motivo el cuerpo del hijo que lleva en su vientre, que si bien “está” en su cuerpo ya no “es” su cuerpo.

El aborto no es de “izquierdas” ni de “derechas”, como tampoco lo es la defensa de la vida: es una etiqueta que la opinión pública debe superar. Por tanto se deben vencer sin miedo los complejos para defender la vida humana del no nacido. Si por negligencia, omisión o prudencia mal entendida no se defendiera la vida humana, ¿qué credibilidad moral se tendría? La prudencia y la oportunidad política son valores positivos, siempre que no lleven, en la práctica, a pasar de largo por temas de conciencia de capital importancia.

También deben quedar muy claros conocimientos básicos de la embriología y de la antropología: donde en absoluto hay vida humana nunca puede llegar a haberla, mientras que el óvulo de la mujer fecundado tiene ya desde el primer instante todas las características de un nuevo ser de la especie humana, distinto a la madre, que se irá desarrollando de modo homogéneo e ininterrumpido no sólo en el seno materno sino también muchos años más después de su nacimiento, desarrollo físico, psicológico, intelectual y moral. ¿Hay argumento científico serio que pueda negarlo?

En resumen, diría que hay que conseguir –porque esta es la realidad– que una gran mayoría entienda que el verdadero progreso social consiste en defender toda vida humana, y por tanto poner todos los medios para evitar los abortos. Entre otros medios, dar toda la información necesaria a las embarazadas que no deseen su embarazo para que por encima de cualquier otra circunstancia reconozcan el valor inviolable de la nueva vida que llevan en sus entrañas; y ayudar a las que se encuentren en situaciones difíciles para que ese niño no se vea privado del derecho fundamental a nacer: si los padres –no sólo la madre– no lo quieren –que en la mayoría de los casos lo querrán, si lo llegan a tener en sus brazos– se puede dar en adopción, que hay tantos padres que desearán adoptarlo.

Entre los medios a poner es necesario uno de largo alcance: conseguir que las y los jóvenes especialmente sepan apreciar el recto uso de la sexualidad, al servicio del verdadero amor humano matrimonial, y de la procreación como colaboradores de Dios en traer al mundo otras vidas humanas. Así se evitará el modo irresponsable de vivir la sexualidad, que frecuentemente lleva a infidelidades, egoísmos, frustraciones, violencias, anticoncepción habitual… y abortos.

No puede anestesiar la conciencia el hecho de que en el mundo entero, desde hace muchos años, haya abortos abundantes. No debe ser un consuelo ni un remedio que el mal abunde; al contrario. Es como si nos pareciera bien la crisis económica porque otros países también la tienen.

Naturalmente, no se puede desconocer la angustia o la preocupación en la que por diversos motivos se encuentran algunas mujeres, sobre todo jóvenes, que se plantean el aborto como un modo de “terminar” con un problema (embarazo no deseado, presión familiar o del padre del engendrado, posible enfermedad congénita del embrión, etc.). Pero de ninguna manera esto u otras circunstancias justificarán un aborto. El progreso social, como ya se ha dicho, consiste también en arbitrar las medidas para ayudarles en esas circunstancias.

Todas estas consideraciones son independientes de las creencias religiosas que se tengan, porque proceden de lo más básico de la ley natural: hacer el bien y evitar el mal y por tanto respetar la vida de todo ser humano inocente. Si además tenemos en cuenta la ley de Dios –¡“No matarás”!–, de la que la ley natural es su expresión humana, aún cobra más valor la persona, por su dignidad de hijo de Dios y por su destino eterno.

Por lo que se refiere a la Iglesia, acoge, comprende y perdona siempre al que incurre en el aborto –el que aborta y los que hacen abortar–, siempre que pida perdón; y eso aún teniendo en cuenta que por la gravedad de este hecho el cristiano que aborta incurre en la excomunión, salvo que ignore que este pecado lleva aneja una pena especial. En fin, todo el perdón y la ayuda para el que aborta, pero la desaprobación total para el aborto




Nota: La versión original de este artículo fue publicada por Arbil.

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