La homosexualidad
Monseñor Fernando Chomalí | Sección: Familia, Recomendados, Sociedad
Este artículo presenta las conclusiones a las que llegan los autores en el documento: La homosexualidad. Algunas consideraciones para el debate actual sobre la homosexualidad. Antecedentes científicos, antropológicos, éticos y jurídicos en torno a las personas y las relaciones homosexuales.
La homosexualidad ¿una desviación?
Aunque en el lenguaje común la palabra “desviación” suele entenderse como algo de suyo inmoral, incorrecto o despreciable, no es ése el sentido con que la usaremos aquí. El término “desviación” se opone a “normalidad”, pero no implica necesariamente inmoralidad. En el mundo animal no existe moral, pero sí puede hablarse de conductas desviadas, conductas que no obedecen al normal o natural modo de ser de los individuos de una especie. Las desviaciones animales se explican básicamente por alteraciones fisiológicas, puesto que, como los animales no son libres, no definen su identidad ni son influidos por una cultura que tampoco tienen. En el ser humano, en cambio, el asunto es más complejo.
¿Qué es lo normal o lo natural en el hombre? Si por “naturaleza” se entendiera lo empírico, lo normal sería lo común, lo estadísticamente mayoritario. Si, al contrario, por “naturaleza” se entendiera el fin, la perfección o la plenitud de la cosa (la “esencia”), lo normal sería aquello que la inclina a su autorrealización o plenitud según el tipo de ser de que se trate. Por consiguiente, con cualquiera de las dos nociones de naturaleza o normalidad, la homosexualidad, que es estadísticamente minoritaria e imposibilita al menos uno de los fines naturales del ser humano –la procreación– y una de las características esenciales del amor humano –la complementariedad–, es una desviación: no es normal o es anti-natural.
En este debate acerca de la homosexualidad, entonces, que ya ha empezado a cobrar fuerza en Chile, debemos ser lo suficientemente responsables como para llamar las cosas por su nombre, sin eufemismos ni figuras retóricas. Así, y de acuerdo con el análisis de la literatura científica de la primera parte de este documento y el análisis antropológico-ético de la segunda parte, se concluye que la homosexualidad es una desviación sexual. Las personas homosexuales poseen una tendencia desviada, lo que no es de suyo inmoral en la medida en que la persona no tiene responsabilidad en ello; pero los actos homosexuales son conductas libres y desviadas, por lo que sí deben calificarse como inmorales si se entiende que la ética consiste en el fortalecimiento de las tendencias humanas que conducen a la persona hacia su plenitud o su perfección.
Asimismo, las culturas serán mejores o peores en cuanto favorezcan o no la autorrealización del ser humano, su acercarse o alejarse de su mejor desarrollo. Una cultura que legitime, y con ello favorezca, las conductas homosexuales, no será la mejor cultura que podamos construir.
Por último, la presencia universal de la homosexualidad en todas las culturas de todos los tiempos tampoco es un argumento para legitimarla. El sadomasoquismo también ha existido siempre, pero ¿es bueno? ¿Es tan buena una relación sadomasoquista como una relación no sadomasoquista? No se viola el derecho de nadie, pues se presume que las dos partes de la relación consienten en ese vínculo y también que ambas lo “desean”, incluso muy intensamente. ¿Por qué razón, entonces, nos cuesta admitir que una relación sadomasoquista es cualitativamente igual a cualquier relación sexual? ¿Sólo porque culturalmente se la descalifica, o bien porque percibimos, aunque no sea temáticamente, la existencia de algún bien superior, más valioso, que está siendo sobrepasado por otro inferior?
El valor de la autenticidad
Como en la cultura moderna la autenticidad se ha convertido en uno de los principales valores de vida, se la utiliza también para intentar legitimar moralmente (y luego social y jurídicamente) la homosexualidad. Con todo, este valor tendría que justificarse para no caer en el mismo dogmatismo del que se supone que libera. La autenticidad por la autenticidad equivale al antiliberal “porque sí”.
Actualmente se entiende por este ideal el que cada individuo tiene derecho a vivir como quiera para autorrealizarse, a hacer “lo que le da la gana”, en la medida en que no moleste a los demás. Éstos, a su vez, tienen el deber de ser “tolerantes” y de no inmiscuirse en lo que cada uno elija para sí. Esta noción de autenticidad ha llevado a nuestra cultura al individualismo y al relativismo moral. Su problema central radica en que “lo que me da la gana” no equivale a “lo que me autorrealiza”. No basta el “yo lo siento así” para la felicidad.
Las personas, mucho más que placer, necesitamos sentido. Aquello que nos importa no depende sólo de la emoción, sino que requiere de una explicación, una justificación que nos convenza de que nuestra elección es la mejor, la más valiosa, la más buena (si no creyéramos en la existencia del bien y el mal, todas las elecciones serían triviales y este mismo debate acerca de la homosexualidad no existiría). La “autenticidad por la autenticidad” es nihilista, vacía y, a la larga, frustrante. La verdadera autenticidad, en cambio, no se basa tanto en “aquello que yo siento” como en “aquello que en el fondo yo quiero ser”, lo que a su vez sólo se puede descubrir a la luz de la inteligibilidad que proporcionan los horizontes valóricos comunes: adhiriendo u oponiéndose a ellos, pero siempre en referencia a ellos. La autenticidad, entonces, también depende de la calidad de los marcos de referencia culturales, de la capacidad que como comunidad tengamos para explicitar y justificar nuestros valores.
Resumen
En el debate actual acerca del reconocimiento social y la situación jurídica de las relaciones homosexuales se debe, en primerísimo lugar, reconocer que las personas homosexuales son tan dignas en cuanto personas como las heterosexuales, por lo que se las debe defender de cualquier discriminación injusta. Con esta misma fuerza sin embargo, y en segundo lugar, se debe evitar la homologación de las conductas normales con las anormales, puesto que ello cambia los límites culturales en favor de la anormalidad.
Al analizar en qué se podría fundar la “igual bondad” de la conducta homosexual y la heterosexual, vimos que no podía ser en la noción de persona, ya que nuestra identidad constitutiva se opone justamente a ello. Tampoco en la fuerza del deseo que, tanto las personas homosexuales como las heterosexuales pueden desde su libertad ir educando y habituando. Tampoco en la autenticidad, que no es espontaneidad afectiva, sino discernimiento y consecuencia en lo que verdadera y reflexivamente se considera más valioso. La igual bondad, obviamente, tampoco puede proceder de un beneficio para la especie, ya que las relaciones homosexuales están por definición cerradas a la procreación. Por consiguiente, no encontramos ningún argumento razonable para justificar la equiparación de las relaciones homosexuales y las heterosexuales.
Las personas con tendencia homosexual sufren una carencia objetiva y sería una grave injusticia discriminarlas por ella. Esta carencia no se suple con los actos homosexuales que, de suyo desviados, no pueden conducir a la plenitud humana o a la felicidad de los involucrados (a pesar del placer transitorio que pudieran brindar). El juicio moral que se realice sobre quienes establezcan relaciones homosexuales requerirá siempre de la máxima prudencia, pues en cada caso habrá atenuantes o agravantes para su conducta. Sin embargo, el acto en sí siempre será moralmente malo y nada lo puede volver bueno o indiferente. De aquí que la equiparación jurídica y la legitimación cultural de las parejas homosexuales sólo puede dañar a la sociedad y a la cultura, presentando y alentando modelos de vida que no conducen a la felicidad.
Es verdad que los patrones culturales van cambiando en el tiempo, pero la dirección en que cambien no da lo mismo. La cultura puede ser mejor o ser peor, puede ayudarnos más o menos a la autorrealización. Por otra parte, la transformación de estos patrones no es automática o inevitable, sino que depende precisamente de quienes conformamos la comunidad. Y esos somos cada uno de nosotros: seres racionales y libres, capaces de reflexionar, evaluar y elegir qué tipo de sociedad queremos. Este documento pretende contribuir a esa reflexión.
(*) Son coautores del documento María Alejandra Carrasco, María Marcela Ferrer, Paulina Johnson y Christian Schnake.