Viva la libertad
Joaquín Reyes Barros | Sección: Religión, Sociedad
“No canta libertad más que el esclavo, el pobre esclavo; el libre canta amor”, decía Unamuno. Y qué razón tenía.
Se ha hecho tristemente conocida la exposición que ha hecho el diseñador Ricardo Oyarzún, donde vistió de modo provocativo a varias mujeres representando diversas advocaciones de la Virgen María. Algunos sectores católicos “ultraconservadores” (sic) han reclamado por dicha exposición, sosteniendo que resulta ofensiva para la Virgen, para Dios y/o para los cristianos.
Este hecho puede servir de ejemplo para graficar un modo de acercarse intelectualmente a los temas morales, a veces inconsciente, que pulula por todas partes y que es fruto de la mentalidad moderna. Tal modo es el siguiente: Una persona ejerce su libertad de expresión, hasta que llega un representante de la moral y las buenas costumbres con sus imposiciones y prohibiciones a impedir que dicha libertad se ejerza. Hay una libertad en ejercicio, y una prohibición que viene desde fuera, coactivamente. Por lo tanto, el malo de la película es el retrógrado, que quiere imponer sus propias convicciones a otros, que sólo disfrutan de su libertad.
Este modo de razonar es propio de la modernidad. Lo penoso es que el hombre moderno, ese que proclama “libertad, igualdad y fraternidad”, en su intento de liberar al hombre no ha hecho más que esclavizarlo. Por intentar desligarlo de toda norma objetiva, lo ha encadenado a la más terrible de las esclavitudes posible: aquella que proviene no de grilletes y cadenas, sino de la razón. Sí. La razón del hombre moderno está tristemente encadenada a prejuicios ideológicos. “¿Prejuicios ideológicos? –dirá indignado quien se identifique con la mentalidad moderna– ¿Cómo? Si el único con prejuicios ideológicos es el fundamentalista y fanático religioso (casi siempre un católico) que cree en unos dogmas inmutables y en una moral arcaica ¡que quiere hacer pasar por ‘moral objetiva’!”. Pues sí, prejuicios ideológicos, que el moderno cree más firmemente que el Credo (si no me creen, pregúntenle a un “católico liberal” en qué cree con más fuerza, si en el Juicio Final o en la democracia). Dogmas inmutables a los que la razón moderna se pliega, sin el gozo intelectual propio de la seguridad que da encontrarse con la verdad, sino que con cierto recelo, desconfiando de sí misma.
Pues bien, ¿cuáles son estos “prejuicios ideológicos” que encadenan a la razón moderna? El más importante, el que es el artículo principal del Credo moderno, al que se le da un asentimiento más fuerte –y el que repugna más a la naturaleza intelectual del hombre–, es el siguiente: “En lo que respecta a temas que van más allá de la comprobación científica, no existe una verdad absoluta, y si existe, es imposible conocerla. Tratándose de filosofía, moral o teología, nadie tiene la verdad”. Si intentamos que alguien, que sabemos piensa de este modo, lo afirme explícitamente, probablemente lo hará a regañadientes. Porque la mentalidad moderna tiene miedo de afirmar cualquier cosa. Incluso su propio credo. Es mejor mantenerlo implícito, y así no nos cuestionamos si estamos pensando bien o mal en lo fundamental.
De la afirmación de lo anterior, surge otro artículo del credo moderno, consecuencia lógica del primero: “Si nadie conoce la verdad en estos temas, todo lo que se diga en materias de fe o de moral no pasa de ser una opinión personal. Por lo tanto, cada uno tendrá derecho a expresar su opinión, nunca creyendo que lo que dice tiene un valor universal, pues así se contradice el artículo anterior (nadie conoce la verdad)”. Algunos, los más conservadores, añadirán que uno puede expresar su opinión “siempre que no moleste al resto”. Los más liberales sólo dirán: “Si le molesta, ¡no lo vea!”. Viva la libertad y la tolerancia.
El lector atento se dará cuenta inmediatamente que la afirmación de la imposibilidad de conocer la verdad en materia de fe y moral envuelve en sí misma una contradicción, pues se está afirmando de modo universal una verdad en materia de fe y moral: que nada podemos conocer. Por lo demás, para trazar un límite al pensamiento, como intenta hacerlo el ideal moderno, es necesario conocer de algún modo ambos lados del límite. Así, por ejemplo, la pregunta sobre si Dios existe supone ya cierto conocimiento –confuso y oscuro ciertamente, pero conocimiento al fin y al cabo– de Dios. De lo contrario, ¿por qué siquiera nos preguntamos sobre su existencia? Si nada conociéramos, ni siquiera podríamos preguntarnos si existe o no.
Destruido el fundamento, se destruye el edificio que sostiene. Y es que la libertad del moderno, basada en el agnosticismo, no es más que un envoltorio para ocultar su esclavitud. Una libertad desconectada con la verdad es una potencia sin finalidad, una facultad sin razón de ser. Y esto por la sencilla razón de que nadie puede elegir lo que no conoce. Dicho positivamente, nuestra capacidad de elección se ve necesariamente afectada por lo que conozcamos. De este modo, mientras más perfecto –mientras más “verdadero”– sea el objeto conocido, más libre será la voluntad que tiende a dicho objeto.
Quien desconecta la libertad de la verdad, es decir, quien destruye el vínculo entre la capacidad de elegir y los objetos de elección, termina encerrado en sí mismo, confundiéndolo todo, creyendo que todo es bueno por el hecho de provenir de una voluntad libre, cuando, en realidad, un acto es bueno cuando se dirige libremente hacia el bien, hacia el fin que le es propio. Y es el fin el que marca intrínsecamente los límites de la libertad, sin los cuales deviene en esclavitud. Por ello es que la representación moderna de la libertad (aquella libertad ilimitada que se ve coaccionada desde fuera por presiones sociales) es totalmente falsa: los límites de la libertad están dados por su propia naturaleza, que es su fundamento. Quitada su naturaleza, se quita obviamente la misma libertad.
La libertad moderna, por querer liberarse de su naturaleza propia, se hace esclava de sus caprichos, odia la virtud, no acepta correcciones ni consejos, termina enajenada, es decir, haciéndose ajena a sí y a todos los demás.
¡Qué difícil liberarse de la esclavitud, cuando el opresor y el esclavo son el mismo! Las apariencias de libertad y de tolerancia que promueve el hombre moderno no son más que eso: meras apariencias. Vimos ya la libertad. La tolerancia del moderno es tanto o más absurda, pues sólo se tolera a quien ponga como el mayor de los bienes a la tolerancia misma. Esto equivale, en la práctica, a tolerar únicamente a los que acepten el ideal revolucionario, y condenar a quien se oponga a vivir según dicho ideal. Dicho más en concreto: se tolera cualquier cosa que no sea el ideal cristiano de vida. Se subvierten los valores, poniendo como bueno lo que antes era malo y como malo lo que antes era bueno. Quien lucha por la cristianización de la sociedad es ahora enemigo de la misma, mientras que se recibe con grandes espaldarazos a quien ayude a descristianizarla. Viva Salvador Allende, gran chileno. Viva Ricardo Oyarzún, diseñador sin prejuicios. Viva el Padre Hurtado pintado como socialista (¡si tan sólo se tomaran la molestia de profundizar en la figura del Padre Hurtado!), etc…
Libertad, libertad y más libertad. “No canta libertad más que el esclavo, el pobre esclavo; el libre canta amor”, decía Unamuno. Y qué razón tenía.
Nota: El autor es egresado de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile.