Incoherencia permanente

Tomás Sargent | Sección: Historia, Política

Para nadie es un misterio que muchos ex funcionarios de las fuerzas armadas, de orden y de seguridad, han sido procesados y condenados por supuestas violaciones a los derechos fundamentales. No es tampoco una sorpresa que frente a los problemas que acarrea el paso del tiempo y a la dificultad de probar ciertos hechos, se haya echado mano a alambicadas deducciones con que se pretende dejar sin aplicación la prescripción penal e incluso, debilitar la presunción de inocencia.

Algunos de esos razonamientos podrían resumirse en la idea de que los más graves crímenes cometidos por los funcionarios del estado, han de ser siempre castigados porque han implicado una contradicción con su deber de proteger a las personas. Se dice después que si uno de tales funcionarios pretende escudarse en que precisamente atacó a unas personas con el fin de proteger a las demás, no ha de ser oído, dado que no es justificable el sacrificio de unos pocos para obtener la felicidad de muchos.

Este modo de pensar tiene algunas cosas valiosas, ya que contiene las sanas ideas de que el estado está al servicio de las personas y que en ese cometido no puede valerse de un utilitarismo inmisericorde que desconozca que el bien y el mal son cualidades y no cantidades que puedan ponerse en los platillos de una balanza. Hasta ahí, no tengo nada que objetar.

Sin embargo, los procesos judiciales que inspirados en estas ideas, pretenden proteger los derechos “humanos” mediante la represión a sus ataques, nos han llevado a la paradoja de que son ellos mismos lesivos a los derechos fundamentales que buscan proteger.

Se ha hecho tan imperioso el fin de castigo, que se descuidan los medios para llegar a él. Es por eso que algunos funcionarios del estado (jueces) intentan castigar (ejercer su función) mediante medios reprochables, a los funcionarios estatales del pasado ¡porque éstos se valieron de medios reprochables para cumplir sus funciones!

Hay suficientes ejemplos de esos métodos reprochables como para volver inaceptablemente largo este artículo hasta para el más paciente lector. Es por eso que sólo me detendré en uno que resulta ser en si mismo el medio por excelencia: el procedimiento. A fin de cuentas, un procedimiento no es más que el medio que (si es bueno) le permite al juez descubrir la verdad de unos hechos para decidir sobre ellos lo justo.

Pues bien, el procedimiento que sirve para decidir si se ha de castigar o no, fue sustituido el 16 de septiembre de 1997 con una curiosa reforma constitucional: el nuevo procedimiento penal sólo puede ser aplicado a los hechos acaecidos con posterioridad a su entrada en vigencia. De esta forma, se impidió aplicar la reforma procesal penal a los procesos por violaciones a los DD. HH., aún a los no iniciados.

Resulta esto a lo menos extraño, dado que el mismo mensaje presidencial del proyecto de reforma, insistía en que el antiguo procedimiento no era “…un genuino juicio contradictorio que satisfaga las exigencias del debido proceso”, radicando la urgencia de su reforma en razón de que “es el sistema procesal penal el sector del Estado en el cual las formas más abusivas hacia las que tiende el poder suelen manifestarse” (¡!).

El mensaje de la reforma y la mayoría de los congresistas que fundamentaron su votación, sostenían además que el antiguo procedimiento penal era incompatible con un auténtico estado de derecho, injusto, lento, carente de las condiciones más elementales de imparcialidad, entre otros vicios de un largo etcétera. ¡Y éste es el procedimiento que el legislador decidió aplicar a las causas que debían ser un ejemplo para que “nunca más” se vulnerasen los derechos fundamentales!

La argumentación de quienes intentaron justificar la discutible aplicación temporal de la reforma procesal es otra curiosidad: que la aplicación de distintos procedimientos penales no era discriminatoria porque lo realmente discriminatorio hubiese consistido en aplicar el nuevo procedimiento penal a los hechos del pasado. ¡Cómo si la igualdad ante la ley fuese lo único en juego en un problema de esta naturaleza! Tal planteamiento resulta inaceptable si se considera que quienes lo sostuvieron reconocían que el procedimiento antiguo era injusto y que no respetaba los principios del debido proceso. Más intolerable aún resulta la idea de elevar la igualdad ante la ley al punto de no distinguir ya entre leyes justas e injustas, dejando de aplicar la ley justa so pretexto de que a todo un grupo de personas se les había de aplicar la norma injusta para no discriminarlos.

Irónicamente, una segunda paradoja podría resolver insospechadamente este problema en otro caso de aplicación de un medio discutible para hacer justicia: la aplicación de la figura del secuestro como delito de consumación permanente para condenar a quienes han detenido a personas desaparecidas. Según se ha pretendido deducir de esa premisa, los secuestros de que se acusa a los ex funcionarios estatales teóricamente siguen consumándose. Sin embargo, un delito que se está consumando consiste en un hecho presente (no de otro modo se ha eludido la prescripción). Entonces, nada más fácil, si esos hechos son presentes, es que acaecen con posterioridad a la entrada en vigencia de la reforma procesal penal, de modo que las normas orgánicas y procesales de dicha reforma debieran serles aplicables.

Por consiguiente, lo único permanente en estos casos es la incoherencia de los abogados y jueces que siguiendo la tesis del secuestro permanente, han buscado el juzgamiento de esos hechos por tribunales incompetentes y bajo un procedimiento equivocado.

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