Autonomía y libertad

José Luis Widow Lira | Sección: Política, Sociedad

Algunos definen la autonomía como “la capacidad de cada uno de ser su propio dueño”. De allí que el hombre por ser corporal tenga una autonomía que se manifiesta primera y principalmente en el ser dueño del propio cuerpo. De allí que “si Usted puede moverse adonde quiera o hacer con su cuerpo lo que le plazca, sin que nadie pueda interferir con su voluntad, entonces usted es libre”.

Son muchas las costumbres o acciones que hoy se justifican en virtud del principio de la autonomía. Hasta las más aberrantes. No es necesario enumerarlas. Por eso, me parece, puede ser interesante hacer algunas precisiones sobre la libertad y la autonomía entendida según el modo señalado.

Autonomía quiere decir literalmente la capacidad de alguien de auto otorgarse leyes. Por eso, considerando que el de legislar es el principal entre los actos de gobierno, la autonomía implica la capacidad de auto-gobernarse. Consecuentemente, la Real Academia Española define autonomía, en su primera acepción, como la “Potestad que dentro de un Estado tienen municipios, provincias, regiones u otras entidades, para regirse mediante normas y órganos de gobierno propios”; y en la segunda, como la “Condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie”.

Ser dueño, o mejor, señor de sí mismo y tener la capacidad de auto-gobernarse es algo propio del hombre que nadie discute. Sin embargo, hay que matizar, porque ser dueño de sí mismo, en el sentido de tener dominio, o tener capacidad de autogobierno puede ser entendido de varias maneras.

Algunos conceptos previos

Es clásica la identificación de la vida como un cierto movimiento que, en alguna medida comienza y termina en el mismo ser que se mueve, es decir, que lo pone el mismo móvil, porque, en cuanto termina en él mismo, posee un fin que es perfectivo de sí. No es un movimiento transeúnte que pasa de una cosa a otra, como cuando la piedra se mueve cuando yo la empujo o la hoja del árbol se desplaza llevada por el viento. En el movimiento de un ser vivo siempre hay algo sobre lo que se tiene un cierto “dominio” en el sentido de que no es puesto por otro y depende sólo de él, aun cuando pueda requerir condiciones extrínsecas para realizarlo. Así, un vegetal, siendo vivo, realiza un acto por el que se ejecuta precisamente el movimiento vital que depende sólo de él. Por ejemplo la asimilación del alimento o el crecimiento son actos vitales que tienen su principio y término en el mismo ser que se nutre y crece, y depende sólo de sí para realizarlo, aunque por supuesto, requiera de condiciones externas para poder realizarlo: una temperatura adecuada, nutrientes en el suelo, agua, etc. Pero si esto lo podemos ya llamar “dominio” por oposición al movimiento del ser inerte, que no tiene ninguna acción que implique real inmanencia, es sin embargo, un dominio muy pobre. Pues aunque es acto propio cuyo fin es perfección propia e intrínseca, está determinado en todos sus aspectos por naturaleza. Por eso el dominio que se le atribuye es en sentido impropio.

Hay un segundo grado de vida donde parecería que ese dominio es mayor. Es el caso de la vida animal. Aquí ya no sólo hay dominio sobre la ejecución del movimiento vital, sino también sobre la forma a la cual esa ejecución sigue. Se trata de una forma que es posible de conocer y que, porque el animal llega a conocerla, se mueve de manera de realizar sus operaciones vitales más primarias. Así por ejemplo, el león se abalanza sobre su víctima cuando la ha visto, escuchado u olido. En otras palabras, primero la conoce y sólo luego y porque la conoce, se la zampa. En el animal hay una actividad vital superior a la del vegetal, porque él ejecuta como algo propio de su vida, el conocimiento al que seguirá la ejecución del movimiento por el que saciará su hambre o se reproducirá. En este sentido, el animal tiene un dominio mayor sobre su vida que el vegetal. Pero todavía es un dominio muy débil, pues aunque sus movimientos no estén determinados absolutamente por naturaleza –por ejemplo, que el león se coma una cebra– sí lo están por los estímulos que determinan sus reacciones instintivas. El león con hambre, si tiene un pedazo de carne delante, se lo va a comer, salvo que existiera un estímulo mayor que lo inhibiera de hacerlo. Pero siempre será por una determinación sobreviniente. En este sentido, el dominio sobre sí que se le puede atribuir a un animal, todavía es impropio, pues no alcanza al orden de la acción respecto del fin.

La autonomía del hombre

Dominio en sentido propio podrá encontrarse en un tercer escalón de vida: la intelectual. El ser intelectual no sólo ejecuta sus actos vitales y conoce la forma a la que ellos siguen, sino que conoce el fin del movimiento vital y ejerce su señorío o dominio sobre ese movimiento, de manera de que su ordenación al fin depende de él. Por eso un hombre con hambre puede, por muchas razones –ayuno, abstinencia, dieta, vegetarianismo, para esperar a un amigo, o por molestar–, no comerse el pedazo de sabroso asado que tiene delante. Aunque, por supuesto, puede, también, comérselo. Cómo ordena el acto vital al fin, depende de él. Aquí ya hay dominio en sentido propio. Sin embargo, aunque lo sea propiamente, no es dominio perfecto. Ciertas operaciones vegetativas parecieran escapar a ese dominio. Las pasiones sensitivas parecieran, muchas veces, entrar en conflicto con el orden que quiere imponer la voluntad. Y por último, el hombre, al no ser dueño de su naturaleza, sino sólo de sus actos, supuesta su naturaleza, no es el legislador último de su vida, de su actividad. Por cierto que el hombre es legislador, pero sólo participadamente. Esto quiere decir que, aunque pueda legislar, no lo puede hacer con autonomía respecto del orden propio de su naturaleza. Lo contrario supondría extender su poder en un sentido autodestructivo.

El hombre es legislador en un doble sentido. Es legislador, porque realiza leyes que ordenan las acciones personales en una determinada comunidad política. Así son legisladores quienes ejerzan el poder legislativo en una comunidad. Pero el hombre también es legislador en un sentido derivado según el cual aun puede decirse del que recibe la ley que es en cierto sentido legislador. No me refiero, por supuesto, a la ficción moderna según la cual el pueblo es el legislador, sino al hecho de que como cada hombre que recibe la ley es libre y dueño de sus actos, tiene la potestad de ordenarlos según ella en la circunstancia concreta que le toca vivir.

En consecuencia, el hombre tiene una autonomía relativa y participada.

Hay dos vías, me parece, por la que esta autonomía suele ser desfigurada. Una, aquella por la que se la transforma en absoluta, como si el hombre tuviese dominio total sobre su ser y sobre la medida esencial de su ser. Pero aceptar tal cosa implica inevitablemente aceptar que el hombre puede legislar de cualquier manera y cuando decimos de cualquier manera, es exactamente eso: podemos imaginar la ley que se nos ocurra. Usted, lector, puede hacer ese ejercicio, sin ponerse ningún límite. Otra manera de recorrer esta vía, es –como hacen algunos existencialistas– negar directamente la existencia de una naturaleza humana. El resultado es el mismo: si no hay naturaleza, Dostoievski, como lo reconoce Sartre, tenía razón: todo está permitido.

La otra vía por la que se desfigura la autonomía, la que se identifica más directamente con la liberal, es la de entenderla negativamente: es autónomo quien no es impedido por otros de realizar lo que apetezca. El problema de esta manera de entender la autonomía es que el gusano o el cerdo pasarían a tener una mayor que el mismo hombre, pues se arrastran por la tierra o se revuelcan en el barro según su deseo y nadie se los impide. Según este modo de concebir la autonomía, se entiende que alguien pueda decir: “La soberanía sobre el propio cuerpo es, a fin de cuentas, el principio de la libertad. De ahí que los clásicos liberales (y junto con ellos Spinoza) llegaron casi a identificar la libertad con la libertad de movimientos. Si usted puede moverse adonde quiera o hacer con su cuerpo lo que le plazca, sin que nadie pueda interferir con su voluntad, entonces usted es libre”.

La autonomía del hombre tiene sentido sólo en la medida en que sea concebida como la correspondiente a una libertad que es propiedad de un apetito –la voluntad– que, teniendo la potestad de ordenarse a sí mismo, sin embargo, no da lo mismo cómo de hecho se ordene, pues no pone los fines principales de la vida. La libertad tiene sentido en cuanto ordenada a esos fines, que no son otra cosa que el bien del hombre. La libertad no tiene sentido como justificativo para hacer cualquier cosa. Y aunque es cierto que ese bien no está determinado en una infinitud de aspectos particulares, y en consecuencia abierto a la diversidad y creatividad personal, también lo es que en sus líneas principales está dibujado en todo hombre, y quien no lo respete termina autodestruyéndose y, con toda seguridad, también, dañando a los demás. No hay ser demasiado perspicaz para darse cuenta que una vida y una convivencia humana en la que siempre es indiferente respetar o no la vida del vecino, decir o no la verdad, ser o no amable, es simplemente imposible. En consecuencia, si alguien dice que se debe respetar toda vida humana, que se debe decir la verdad o que se debe ser amable y que lo contrario a estas cosas es malo, no está imponiendo arbitrariamente su moral a otros, sino que está enunciando lo obvio, que cualquier hombre puede conocer y, si tiene buena fe, también reconocer públicamente.

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