Una sociedad sin canon

Francisco de Borja Santamaría | Sección: Política, Sociedad

El pluralismo de las sociedades modernas es unánimemente celebrado. Esto es así porque la pluralidad de estilos de vida, de valores desde los que las personas construyen su existencia, de tradiciones y culturas presentes en este tipo de sociedades, habla de un gran espacio en ellas para la libertad. Las denominadas por Popper sociedades abiertas se caracterizan por su amplitud para acoger una gran diversidad de formas de entender y vivir la propia vida, y ello es bueno porque maximiza la libertad de los individuos, lo que representa un gran bien. Es unánimemente aceptado como ideal de organización social, aquélla en la que, coloquialmente hablando, cada uno tiene derecho a hacer de su capa un sayo, en el mayor grado que la convivencia social lo permite.

Pero, por muy amplia y abierta que pretenda ser una sociedad, no lo puede ser completamente. Para empezar porque, completando el título de la conocida obra de Popper, la sociedad abierta tiene sus enemigos, y si se les hace sitio es a cambio de que reduzcan algunas de sus libertades; es decir, mientras su libertad esté limitada.

Pero para que una sociedad permanezca abierta es preciso no sólo que desactivemos los elementos totalitarios; hace falta también que haya motivos racionales para argumentar por qué no se puede hacer cualquier cosa. Es obvio que no hay sociedad sin leyes que prohíban u obliguen; que una sociedad necesita para subsistir establecer límites, y estos han de estar argumentados. Para ello es preciso superar un extendido y bienintencionado equívoco: el que prescribe que, para acoger la gran diversidad presente en la sociedad, es preciso que nos abstengamos de formular juicios acerca de los valores defendidos por los diversos estilos de vida, tradiciones o culturas llamados a convivir en ella. De acuerdo con ese tópico, para que las sociedades sean realmente abiertas, sería preciso asumir lo que cabría llamar “discurso de la indiferencia”.

Entiendo por discurso de la indiferencia el que, en aras del mayor grado de libertad posible, decreta que todos los valores presentes en la sociedad han de ser considerados igualmente valiosos. Desde esta premisa, se concluye que la crítica de valores que puedan ser importantes y sustantivos para algún tipo de identidad cultural, nacional, religiosa o sexual, representa un atentado a la convivencia y a la libertad. El discurso de la indiferencia establece que la libertad social requiere que aceptemos que no existen cosas buenas o malas, mejores o peores, deseables o rechazables; en fin, lo bueno o lo malo; sólo existen formas diferentes de vivir o entender determinados aspectos de la vida. Al tratarse simplemente de formas diferentes de entender la vida, y que, sin embargo, son esenciales para la identidad de determinadas personas, resultaría un atentado a la libertad cuestionar su bondad y señalar sus deficiencias. A partir de este supuesto se formula el imperativo de que, en el debate público, es obligado mostrarse indiferente ante lo que es sólo diferente, es decir, lo que de suyo no es ni mejor ni peor.

Se trata de algo parecido a lo que ocurre en el ámbito estético y del gusto. “Sobre gustos, no hay nada escrito”, suele decirse; aunque también hay quien responde: “¡hombre!; sobre gustos hay mucho escrito, lo que pasa es que usted no se lo ha leído”. El caso es que en cuestión de gustos y de arte parece que hay una gran gama de posibilidades en las que elegir, sin que resulte obvio afirmar que unos productos artísticos sean mejores que otros. Seguramente no podemos decir que “Las Meninas” de Velázquez sea mejor que el “Gernika” de Picasso, pero estamos de acuerdo en que las dos obras son geniales y en que resulta posible discernir entre una mediocridad artística y una obra sublime. Parece que, por muy elástico que sea, es preciso admitir algún tipo de canon en el arte, que permita discriminar lo valioso de la basura.

En las cuestiones políticas, en cambio, se nos dice que hay que renunciar a adoptar algún canon sobre lo valioso, porque, en caso de admitirlo, estaríamos negando el derecho a la diferencia. Pero el derecho a la diferencia, como valor exclusivo y absoluto, puede dar lugar a situaciones inverosímiles. Un caso muy ilustrativo, que generó su debate en el Reino Unido meses atrás, es el de la pareja formada por Tomato Lichy y Paula Garfield, sordos los dos, que acudieron a la fecundación in vitro para, tras un diagnóstico pre-implantatorio, poder seleccionar un embrión sordo. En la polémica que generó esta insólita decisión, la pareja argumentó, precisamente, que la sordera no es peor ni mejor que su contrario; que es simplemente diferente. “La sordera –argumentaron– es una realidad positiva, con aspectos maravillosos; es como ser judío o negro, y no tenemos la impresión de que pertenecer a uno de esos grupos minoritarios sea una desgracia… Si las personas que oyen tienen derecho a eliminar embriones sordos, nosotros deberíamos tenerlo también para desechar un embrión sin sordera”; argumentación que Tomato Lichy remató con esta observación dirigida al entrevistador de la BBC: “en una comunidad de sordos usted sería el discapacitado”.

Efectivamente, se trata de un caso límite, pero perfectamente válido para constatar que el discurso de la indiferencia –que el respeto a los diferentes exige una indiferencia valorativa– no es argumento; el caso Lichy-Garfield sirve para comprender que la discusión en los debates sociales no es acerca de lo simplemente diferente, sino sobre lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor y que, por tanto, el respeto a las diferentes sensibilidades e identidades no pasa por admitir cualesquiera exigencias formuladas a partir de lo que cada uno considera fundamental para la propia identidad.

Necesitamos un canon de lo humano capaz de discernir si lo que está en juego es una simple cuestión de diferencias o una elección entre lo más o menos plenamente humano o, incluso, lo inhumano. Adoptar algún tipo de canon sobre lo humano entraña, desde luego, gran dificultad, pero más complicado todavía es que podamos convivir si renunciamos a encontrar una base racional para discutir sobre lo mejor y lo peor. Si eliminamos una base racional para el diálogo, estamos admitiendo que la única justificación de las decisiones políticas es al fin y a la postre la fuerza de los votos; o sea, la fuerza.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente en Arvo.net

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