La delgada línea roja

José Luis Widow Lira | Sección: Política

Todavía se escuchan los ecos de lo que fue el fragor de la batalla electoral por alcaldías y concejalías. Sin embargo, aun cuando éstos no se han apagado, ya las cabezas parecieran estar puestas en la contienda presidencial del año que viene. Renuncias, reacomodos de tácticas, encuestas –todo relacionado con la lucha por llegar a la casa donde tanto se sufre–, ocupan las páginas de los diarios y los minutos de noticiarios y programas de conversación radiales y televisivos.

Para preparar la reflexión sobre el voto que se deberá emitir y para darle tiempo a quien le interese el asunto para que obtenga la información necesaria en orden a votar responsable y rectamente, quiero abordar la diferencia que existe entre votar por el mal menor y votar cooperando con el mal.

El del mal menor y el de la cooperación al mal son dos capítulos muy interesantes de la moral natural y católica que conviene conocer y distinguir, para, luego, después de reposada reflexión personal, aplicar prudencialmente a la decisión que se deberá tomar. Aquí evidentemente sintetizaremos los aspectos principales.

El mal menor debe ser el argumento más aducido por una ingente cantidad de personas que, sin estar satisfechos con ninguno de los candidatos que los partidos políticos les ponen delante, están igualmente dispuestos a votar por uno –aquel que sienten más cercano–, porque anular el voto, votar en blanco o, simplemente no votar les parece que sería favorecer al más malo. “Prefiero votar por el mal menor”, se escucha en cada conversación. O ante la insinuación de algún escéptico que prefiere anular su voto, se oye inmediatamente la réplica: “¡¿pero es que quieres que gane el otro?!”.

Sin lugar a dudas que este modo de razonar puede ser correcto. Son muchas las veces en la vida en que “lo óptimo es enemigo de lo bueno”. Nunca faltan los que por estar esperando siempre que se de la opción óptima dejan pasar las oportunidades de hacer algo bueno, las que probablemente, muchas veces, además, era obligación moral aprovechar. Son los principistas que esperan que en la realidad contingente se de la puridad propia del principio, cuando tal cosa es imposible. La consecuencia es la pasividad, el dejar hacer a otros, el contemplar la suerte de la patria o de lo que sea desde el cómodo balcón de los principios, renunciando a aplicarlos, pues “el campo aun tiene cizaña”. El criterio recto respecto de este caso sería que habiendo una opción buena, aunque no sea la óptima, debe ser elegida en vistas de realizar el mayor bien posible.

Al lado de la actitud principista, está esa otra que, aunque no necesariamente, suele estar motivada por el temor: siempre habrá de elegirse la opción menos mala con tal de que no prospere la peor, sin importar si la que ha de apoyarse implica igualmente un quebrantamiento de los principios –bienes– que deben iluminar toda decisión. En este caso estamos ante el de la persona que es capaz de sacrificar ciertos bienes importantes con tal de intentar evitar una alternativa que le produce repulsión total. Lo divertido de esta mentalidad –tan extendida– es que las personas que la tienen estarían dispuestas a apoyar la alternativa que les provoca repulsa si al lado hubiera otra opción aun peor que tuviese posibilidades de triunfar. El criterio recto, respecto de esto, sería que, aunque haya opciones peores, no se puede apoyar una alternativa que implique causar serios daños a bienes principales.

¿Por qué en un caso el deber sería actuar renunciando a lo óptimo para hacer lo que aparece, en comparación con él, como un bien menor; y en el otro caso, en cambio, sería un deber no hacer lo que aparece como lo menos malo y, por la tanto, como un cierto bien mayor que otro?

Porque en el primer caso estamos ante una situación en el que puede aplicarse el principio del “mal menor”. Según este principio es legítimo elegir algo que, siendo bueno, no corresponde al bien más deseable, al cual naturalmente se aspira, porque este es, de hecho, muy improbable de alcanzar. Pero lo importante, entonces y en lo que aquí nos interesa, es que en este caso se habla de “mal menor” no porque lo elegido sea en sí mismo malo, sino porque es bueno, aunque no sea completamente perfecto. En otras palabras y aunque suene paradojal, el “mal menor” se elige siempre bajo razón de bien, nunca como algo en sí mismo malo.

Y porque en el segundo caso estaríamos ante una situación que implicaría cooperar con el mal, lo cual nunca es legítimo. Realizar una acción mala moralmente hablando nunca es lícito. Y tampoco aquella acción que coopera activamente en la realización, por otro, de un mal moral. Así, por ejemplo, será siempre ilegítimo moralmente cooperar con alguien, del modo que sea, para que cometa un asesinato o un robo. Respecto del voto habría que hacer algunas precisiones. Evidentemente no hay que esperar una garantía absoluta de que el elegido para un cargo no cometerá ni la más mínima acción reñida con el orden debido. Esperar eso sería caer en el grupo de los principistas. Se puede votar por alguien, aun previendo la posibilidad de que en algún momento actúe mal, sin que eso signifique cooperar con él, si es que la mala acción prevista no será grave ni realizada sistemáticamente. Si se prevé, por el contrario, que un gobernante, sea nacional, municipal, u otro, realizará acciones de gobierno que dañen gravemente el bien común, sea por la gravedad del bien dañado en sí misma, sea por la reiteración de males que, si cada uno en sí mismo no es grave, su realización sistemática y reiterada sí lo es, entonces, apoyarlo implica cooperar al mal, pues no se está delante de males que sean tolerables. Frente a ellos se debe hacer lo humana y prudencialmente posible para evitarlos, partiendo por no votar por quien esté dispuesto a realizarlos.

En concreto, muchas veces es difícil determinar el límite entre la elección del mal menor y el momento en que se pasa a cooperar con el mal. La causa de tal dificultad estará siempre en la carencia de información relevante para elegir. Es responsabilidad de cada cual estar bien informado para no cruzar esa, a veces, delgada línea roja que existe entre votar por alguien en razón de mal menor y votar cooperando con el mal. Informarse respecto de las políticas sobre la vida y la salud, sobre la cultura y la educación, sobre la familia y la religión y sobre cualquiera otra que afecte gravemente los bienes principales del hombre es un deber. Votar sin estar debidamente informado respecto de lo que pueda hacer la persona elegida en materias graves es ya una gran irresponsabilidad, pero puede ser además el paso por el que se cruce la delgada línea roja, que haga del votante un cómplice de los males que pueden seguirse del gobierno elegido.

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