Maquinitas que facturan

Gonzalo Rojas S. | Sección: Educación, Sociedad

Son muchos, muchos, los nuevos y jóvenes abogados chilenos. Cada año juran más de un millar, a veces más de dos mil. Engrosan así  la cohorte de los sub 35, que se ensancha año tras año por la aportación de generaciones cada día más numerosas.

Pero, precisamente porque son tantos, no sería justo tratar a esos grandes números como si fueran una sola especie, como si todos se comportaran igual. De hecho, una buena cantidad de ellos escapa por completo a la descripción que a continuación se formula.

¿A quiénes conviene referirse, entonces? A ese segmento importante que merece crítica y reproche, a ese grupete que necesita con urgencia cambiar el rumbo.

Se trata de esos cientos o miles que trabajan en ciertas oficinas  -enormes, medianas o chicas-  a las que se van incorporando de modo análogo a los siervos de la gleba. Postulan a ser contratados en esas firmas sabiendo perfectamente qué les espera, porque las generaciones algo mayores ya les han contado sus experiencias y, además, porque ellos mismos han sido procuradores o han hecho pasantías mediante las que ya han percibido el ambiente.

El ambiente.

Habitualmente hacen falta muchas palabras para describir un… ambiente. En el caso de ciertas oficinas, solo una: trabajo. Pero en realidad es una palabra multiplicada al infinito: trabajo, trabajo, trabajo, trabajo… y matizada por otra, que es lo mismo: facturación.

Once o doce horas diarias, muchas veces sin sábados, sin festivos. Recuerdo que, hace ya unos 20 años atrás, y cuando esta locura era aún un síntoma leve, un abogado joven se despidió un jueves 7 de diciembre de su jefe, con un “hasta el lunes”, para recibir un rotundo “hasta mañana; tú no pretenderás que en esta oficina no se trabaje en días de feriado religioso”.

Así, este grupo se olvida de los asuntos públicos; posterga el pololeo y obviamente el matrimonio; se aleja de sus amigos (hace como que tiene algunos en la oficina, eso sí); deteriora su salud física y mental (¿caminar? no, más rápido, scooter); incluso acude a ciertas amistades químicas, si es que las fuerzas no dieran; considera que Dios nada tiene que ver con las horas de facturación; y comienza a pensar del modo como vive: homo facturans.

La salida que algunos buscan no es menos torpe: como se los comienza a comer el hastío, van renunciando a ésta y a aquella otra oficina (a veces duran solo unos pocos meses) buscando “mejores opciones”, para convencerse de que difícilmente encontrarán lugares humana y profesionalmente equilibrados, ¡y los hay!

Con buenos ahorros y sin compromisos, renuncian y se lanzan entonces a las aventuras del viaje: en moto por América, a lavar platos para surfear en Australia, a recorrer Tailandia, en fin, a borrarse de lo que han vivido. Un año, dos, tres… entre los 28 y los…

Las Facultades de Derecho ya son conscientes de este nuevo síndrome con dos cabezas (inmersión y fuga) y ha llegado el momento en que le pidan muy seriamente a sus profesores por hora  -muchos de ellos excelentes abogados “de oficinas”- que se involucren más decididamente en advertirle a sus alumnos que eso no es vida.

El Colegio de abogados, por su parte, bien podría considerar que la desviación del sentido profesional de tan noble actividad, debe ser uno de sus temas de mayor preocupación, de discusión y de formación.

Pero, al fin de cuentas, son las propias oficinas, los abogados maduros y experimentados, quienes, mirando sus vidas tienen que decir: ¡suficiente!, trabajar de este modo es indigno e inútil.