Garabatos sin dignidad

Gonzalo Rojas S. | Sección: Educación, Sociedad

Fue en tercero medio, justo hace 50 años, cuando oí por primera vez garabatos pronunciados durante actividades formales de la vida escolar.
Un profesor intentó detener nuestro pésimo comportamiento en la sala con un enérgico ¡stop waving!, expresión que nos dejó a todos helados. Cómo serían nuestras caras de espanto, que se apresuró a explicar que se trataba de que “no hiciéramos olitas”.
Poco después -minutos antes del tantas veces recordado incidente entre Francisco Pérez Yoma y Víctor Jara, en el teatro de las Monjas Argentinas, hoy desaparecido- un supuesto poeta que acompañaba al cantautor se permitió afirmar que “el pueblo está con la mierda hasta el cogote”. Equivalente estupor en todos nosotros, que no imaginábamos que esa palabra pudiera emitirse “oficialmente.”
Habíamos presenciado las dos funciones más redimibles del garabato: la humorística y la política (ambas dimensiones tienen algo de nobleza, ciertamente).
Pero, 50 años después, el garabato se encuentra por completo banalizado, rebajado a la condición de muletilla, o sea, sin personalidad propia, convertido en paupérrimo y desechable sustituto. Por la calle, en reuniones de trabajo, en las redes, en el metro, al tomarse una cerveza o un café, ¡en la casa!, se lo utiliza sin consideración alguna por el otro, por los otros. Desaparecen así, tanto la importancia de la dimensión intelectual de cada palabra, como el elemento estético que los vocablos proyectan a través de sonidos articulados. Muchas veces el auditor no sabe qué pretende decir el emisor y, además, experimenta un movimiento sensorial de rechazo ante la tosquedad o agresividad de los sonidos.
Pero, como en casi todo, el acostumbramiento se extiende; avanza como neblina y va anulando así la capacidad de reacción frente a la grosería banal (dos veces grosera, por lo tanto).
¿Qué hacer?
Ante todo, restringir el uso personal al máximo. Que el garabato sea considerado como necesario para reírse o argumentar, es cuestión que requiere de mucha prudencia. Recuerdo que -unos 15 años atrás- un alumno, en privado, me representó su molestia porque yo varias veces en clase -típica decadencia inadvertida- había usado garabatos del todo innecesarios. Agradecido se fue por su oportuna observación.
A continuación, entrar en el diálogo con los garabateros solicitando que cambien las palabras chilenas universales -sí, ésas que sirven para todo y por eso no sirven para nada- por palabras reconocibles. “No te entendí; exprésate con palabras que pueda comprender”. Y no moverse de esa posición hasta que el otro haga el reemplazo. “Ahora sí; viste, se podía.” Este modo de tolerancia cero debe ser sereno, pero especialmente claro y persistente en dos dimensiones: las reuniones de trabajo y la vida familiar.
Finalmente, una que otra vez habrá que explicar la función noble del garabato, “dignificar” una que otra grosería, explicándolas con cierto detalle, para que se entienda que, en su sentido estricto, ni siquiera el peor, ni siquiera el más saquero de los árbitros, se la merece.