Celulares

Gonzalo Rojas S. | Sección: Sociedad

Durante la comida con un amigo en un boliche en Viña del Mar, en la mesa de al lado se repite la triste escena, tantas veces contemplada: dos hombres maduros, sentados frente a frente -en esta oportunidad, dos peruanos- apenas se hablan durante la hora larga que dura su “encuentro”. La razón es muy sencilla: uno de ellos, desde el momento mismo en que se sentaron, sacó su celular y no paró de sumergirse en la pantalla, inclinando su cuerpo fuera del plato, mientras mecánicamente se llevaba algo de comida a la boca. Su “interlocutor”, impávido, ofició de “intermirador”. Al menos, se comió con algo de mayor concentración la chuleta con papas fritas. Deben haber cruzado unas tres palabras por lado, en 70 minutos.

Pocos días después, en circunstancias parecidas, pero esta vez en el Parque Arauco, la mesa de al lado acoge a cuatro empleados, profesionales quizás, obviamente chilenos. En realidad, la mesa “acoge” a sus celulares, porque los cuatro lo sostienen en ristre, conformando una secuencia totalmente simétrica. Se mire la mesa desde donde se la mire, se verá que “érase una vez un grupo de cuatro individuos a unos brazos con celular pegados”. Cada uno comenta, no por turnos ciertamente, sino cuando el impacto visual se hace irresistible, alguna maravillosa situación que ha aparecido en su pantalla y que, por cierto, nada tiene que ver con lo que acaba de comunicar el parlante anterior. Son cuatro emisores, no hay ningún receptor. No hay conversación, hay fuego cruzado. Se ríen. ¿De qué?

Con toda seguridad, usted podría describir decenas de situaciones similares. Y con toda pena, quizás el protagonista ha sido usted mismo -perdón, su celular, no lo dejemos en segundo lugar, pobre- cuando en almuerzos de trabajo o con amigos (dejaremos fuera en esta oportunidad el delito paralelo cometido con alevosía en las familias) en vez de trabar argumentos, preguntas y respuestas, anécdotas y comentarios, recuerdos y proyectos, usted ha ido desconectando poco a poco de los seres humanos reales para “conectarse” con el universo-mundo-cosmos-globo.

¿Qué hacer?

Dos sugerencias. Primero, la autodisciplina.

Por una parte, olvidarse que el celular es un móvil -así lo llaman en tantos sitios- y dejarlo fijo en el lugar de trabajo a las horas de almuerzo. ¡Que no se mueva el maldito! Y, por otra, si hay que llevarlo porque la instancia es de trabajo, obligarse a usarlo sólo para consultar un dato atingente o realizar una gestión solicitada por la reunión. Fuera de eso, ¡nadie te ha dado velas en este entierro, de nuevo, maldito!

Y, por cierto, en segundo lugar, la disciplina, o sea, el exigirle a los demás ciertos comportamientos. En concreto, que no se vean ni llamadas, ni mensajes, ni nada. Y si alguien, subrepticiamente cae en la tentación y comenta algo, que sea ése el tema de conversación de ahí en adelante. “¡Increíble! ¡Se está quemando Notre Dame!” Y entonces se traba el tema, se deja la pantallita de lado, se comenta qué se sabe del edificio y qué obras de arte hay ahí y ¿no habrá sido un atentado? Y fluye la conversación.

Mientras tanto, por supuesto se arde en deseos de volver a consultar el aparatito. ¡No, estamos almorzando!

Recuerdo que yo soy muy feliz: No he tenido, ni tengo, ni tendré celular. Pero sí tengo amigos con quienes almorzar.