Quizás sí habrá ganado una mano, pero el juego no lo ganará jamás

Mauricio Riesco | Sección: Religión, Sociedad

Los problemas que hoy se viven dentro de la comunidad eclesial no se solucionan solamente abordando los casos concretos y reduciéndolos a remoción de personas; esto -y lo digo claramente- hay que hacerlo, pero no es suficiente, hay que ir más allá. Sería irresponsable de nuestra parte no ahondar en buscar las raíces y las estructuras que permitieron que estos acontecimientos concretos se sucedieran y perpetuasen”, expresó el Papa Francisco en aquella carta con durísimas críticas al manejo de los casos de abusos sexuales ocurridos al interior de nuestra Iglesia chilena, y que les entregó a los obispos el 15 mayo pasado en el Vaticano, a donde los llamó para confrontar el tema cara a cara. Es fácil imaginar su vergüenza, su desolación, su tristeza ante este gran embrollo. Hay una «herida abierta, dolorosa«, les dijo, que «ha sido tratada con una medicina que, lejos de curar, parece haberla ahondado más en su espesura y dolor«. Acusó de «perversión en el ser eclesial«. Duro. Muy duro.

Estos interminables escándalos que desde hace ya mucho tiempo ha estado sufriendo la Iglesia católica en el mundo, y particularmente la chilena en estos últimos años, han generado un balance que, aunque provisorio aún, luce ya verdaderamente trágico. Y no solo por las innumerables víctimas que no terminan de aparecer, sino por la severa desconfianza en la institución y en el clero; por un peligroso debilitamiento de la fe de muchos católicos; por el manejo mañoso de la crisis que están haciendo algunos, erigidos en líderes de grupos laicos de “autodefensa”; y por la dolorosa incertidumbre de lo que aún nos queda por conocer. Se trata de una situación de la que no será ni rápido ni fácil salir, sin contar con la decidida ayuda de todos los católicos que sean capaces -y quieran- separar el trigo de la cizaña. Solo la fe da esa capacidad, y se requiere de valentía y decisión para utilizarla. Lo que a estas alturas resulta ya indiscutible, es que el problema es de una magnitud muy difícil de dimensionar aún, aunque las palabras del Santo Padre permiten vislumbrar su profundidad: él hizo referencia a “…las estructuras que permitieron que estos acontecimientos se sucedieran y perpetuasen”; y una estructura capaz de perpetuar algo, supone voluntades organizadas para mantenerlo en el tiempo, tal como la “perversión en el ser eclesial” supone de mafias (“familias”, como la de la Diócesis de Rancagua). No se trata, pues, de casos aislados de abusos sexuales o de cualquier tipo; hay redes involucradas en delitos graves, que han ocultado la verdad al Santo Padre, le han mentido abiertamente (hubo “falta de información veraz y equilibrada” como el mismo les escribió a los obispos); han habido silencios cómplices, encubrimientos, hay cobardes que no actuaron cuando debían hacerlo, y hasta se han destruido documentos comprometedores, como ocurrió recientemente en el arzobispado de Santiago.

Es indudable que tendrá que pasar mucho, mucho tiempo, para que puedan cicatrizar las heridas de las víctimas y termine de repararse el daño causado a los católicos en general. La complejidad de esta crisis, sus ramificaciones, y la interacción de las múltiples actividades, funciones y responsabilidades sociales de la Iglesia (sean pastorales, educacionales, asistenciales, culturales u otras), harán extremadamente difícil la tarea.

Pero, seamos realistas: no es ésta la primera crujidera fuerte de nuestra Iglesia católica y, aunque quisiéramos que fuera la última, con seguridad no lo será. Está sujeta a los avatares de los tiempos y es permeable a las caídas de todos nosotros, sus miembros. Entonces, si pretendemos sacar conclusiones, la perspectiva histórica es insoslayable en nuestro análisis, pero mucho menos podemos dejar de lado el optimismo; sí, la confianza, y fundada ésta no en una mera conjetura o presunción, sino en la palabra misma de Dios. “Sobre esta roca edificare mi iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18), es decir, se trata de una Iglesia fuerte, indestructible, a la que ni siquiera los embates de satanás podrán derrotarla; es una Iglesia sufriente, siempre agredida, pero triunfante, invencible.

No hace mucho, supe de una publicación con citas del libro “Fe y Futuro” que llamaron mi atención y quise indagar sobre él y su contenido. Así me enteré que, casi cincuenta años atrás, en 1970, la editorial Kösel-Verlag de Munich, Alemania, hizo acopio de una serie de charlas radiales del sacerdote, profesor de teología en Tubinga y Ratisbona, Joseph Ratzinger, y con ellas publicó un libro titulado “Glaube und Zukunft”, que se tradujo después al español como “Fe y Futuro”. Ya desde entonces el Padre Ratzinger, después S. S. Benedicto XVI, veía un futuro difícil para la Iglesia. “…de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad”. En otro pasaje, decía el hoy Papa Emérito Benedicto, “…el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada. Se puede prever que todo esto requerirá tiempo. El proceso será largo y laborioso. (…) A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas”.

¿Qué vio el Papa que no vimos nosotros hace cincuenta años? ¿Fue clarividente? Quizás sí; intuitivo, al menos.

Pero, objetivamente, el daño que sufre hoy la Iglesia no solo lo han causado los escándalos provocados por muchos sacerdotes, de alguna forma también contribuyen algunas reacciones de los laicos, no siempre bien templadas, objetivas y justas. En mi condición de católico, pienso que lo que se requiere de nosotros es silencio introspectivo, prudencia, meditación y mucha oración. Las autoridades de la Iglesia deberán hacer bien su trabajo reparador, pero los católicos debemos colaborar en la solución del problema sin tirar bencina a la hoguera que facilite la labor de los oportunistas que buscan hacer leña del árbol caído. Es que, en este ambiente enrarecido, que trasciende lo religioso, todo es propicio para que fecunden las suspicacias, los temores, desconfianzas, sospechas y, (hay que decirlo), a río revuelto… ganancia de algunos medios de comunicación, de esos que conocen bien aquel bajo instinto humano que vibra y se excita con la desgracia ajena. Esos medios no informan de la bondad, la caridad, abnegación, valentía de la gran mayoría de los sacerdotes católicos, de aquellos miles que en humilde silencio cumplen abnegadamente con su labor apostólica día tras día; su objetivo es otro, muy distinto. Y es entendible buscar la noticia que venda, pero la obsesión de algunos por perseguir los escándalos, la miseria, las fragilidades humanas evitando mostrar la otra cara de la medalla, la que hace el gran contrapeso a la maldad, es ajena a lo que yo entiendo por un buen periodismo y eso hace daño. Podemos vivir sin malos periodistas, pero no sin buenos sacerdotes. ¡Déjenlos tranquilos, ensalcen el bien que hacen, agradezcámosles!

“…el sacerdote que sólo sea un funcionario social puede ser reemplazado por psicoterapeutas y otros especialistas. Pero seguirá siendo aún necesario el sacerdote que no es especialista, que no se queda al margen cuando aconseja en el ejercicio de su ministerio, sino que en nombre de Dios se pone a disposición de los demás y se entrega a ellos en sus tristezas, sus alegrías, su esperanza y su angustia” (“Fe y Futuro”, Joseph Ratzinger).

“…en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin (…) Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte”. (“Fe y Futuro”, Joseph Ratzinger).

La Iglesia católica, nuestra Iglesia, nunca escapará a los zarandeos del demonio, siempre los ha sufrido porque es la verdadera, y los seguirá soportando cada vez más fuertes porque pareciera que a su enemigo el tiempo se le acorta. Quizás él sí ganó esta mano, pero no el juego, ese no lo ganará jamás.