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Entrevista al profesor Miguel Ayuso

En su última visita a Chile, el destacado abogado y cientista político español Miguel Ayuso se reunión con un nutrido grupo de jóvenes profesionales. Entre ellos, el profesor de filosofía Manuel Barros, a quien agradecemos por haber entrevistado al profesor Ayuso, especialmente para los lectores de Vivachile.

1.- En los últimos años, hemos visto un recrudecimiento del antagonismo y de la violencia en el debate político, en el marco de la confrontación de visiones opuestas del bien humano. A su juicio, ¿en qué medida esto se debe a una inadecuada noción del bien común, incluso entre pensadores conservadores y católicos?

La noción de bien común sólo tiene un sentido cabal en la concepción clásica de la política, donde se puede dar un fin común. Para la moderna, en cambio, es sustituido por el bien público, esto es, el del aparato estatal, en la fase fuerte de la modernidad, o directamente por el bien privado de los individuos, en una reacción propia de la fase débil de la modernidad que termina poniendo el propio “ordenamiento” estatal al servicio de los intereses singulares. La propia enseñanza de la Iglesia –sobre todo con el II Concilio del Vaticano– ha caído en una concepción reductiva, por lo menos equívoca, según la cual el bien común sería un “conjunto de condiciones para el desarrollo de la persona”. La huella de la filosofía errada del personalismo resulta muy clara a este respecto.

Que el bien común tienda a desaparecer del horizonte moderno no quiere decir que de hecho pueda hacerlo totalmente. El filósofo belga Marcel de Corte habló de “disociedad”, subrayando la destrucción de los lazos sociales y la volatilización del bien común. Pero ni aquéllos ni éste pueden faltar del todo e incluso cuando el bien común “no se realiza”, subsisten algunos deberes de justicia general en esa situación de poder ilegítimo.

Lo que se observa en nuestros días es consecuencia de lo anterior. El pluralismo ideológico que hoy se postula, y que no guarda relación con la pluralidad social, concluye por oponer las distintas opciones en una guerra de todos contra todos cada vez más palpable. Resulta curioso que la política moderna, que teóricamente se basó en el contrato, esto es, en el consentimiento, para huir del “estado de naturaleza”, ha concluido por llevar a la guerra de la que pretendió escapar. A esto se le llama heterogénesis de los fines. Pero hay que añadir que si el pluralismo radical es para las comunidades humanas un suicidio indirecto, para la Iglesia lo es directo.

2.- Recientemente, en diversos países han ganado fuerza movimientos –descalificados como “populistas” desde determinados sectores– que se muestran muy preocupados por temas fundamentales como el aborto, la familia y la naturaleza del hombre. Dado esto, ¿cree usted que le cabe un rol a la democracia en la restauración de la sociedad cristiana?

Se ha hablado de dos democracias. Una, clásica, natural, que consiste en una forma de gobierno. Otra, moderna, virtualmente totalitaria, que pretende ser el fundamento del gobierno. La segunda es un error primariamente teológico y metafísico. La primera puede ser un error (o un acierto) sociológico o político: Platón, Donoso Cortés o Maurras eran contrarios en general a la democracia en este sentido. Lo que ocurre, además, es que la democracia que podríamos llamar “real” es la segunda, mientras que la primera está ausente del panorama contemporáneo.

El llamado “populismo” muestra el desencanto de las poblaciones con la democracia moderna, que no sólo es un error teorético sino que presenta (sobre todo en nuestros días) muchos aspectos prácticos destructivos. Es, pues, esencialmente un fenómeno reactivo. Pero si vamos al fondo de su concepción política no siempre nos encontramos fuera de los mismos errores de la democracia moderna. A veces, incluso, aparecen acrecidos. Hoy la crisis es total. De un lado, religiosa y moral. De otro, institucional y social. Y casi siempre económica también. En unas tales coordenadas, creer que la democracia, esto es, la participación popular o la elección, pueden jugar a favor de la restauración de la sociedad natural y cristiana es una ilusión. Ya San Pío X pensó que se podía combatir el liberalismo con la democracia: como somos más tenemos todas las de ganar. No fue así. Porque la democracia que hay presenta aspectos metodológicos y estructurales que impedirían ese triunfo. Hoy, además, las sociedades están secularizadas, han perdido en amplias capas el buen sentido, de modo que aún se hace más claro el desacierto de esa táctica o estrategia. Lo que en todo caso es cierto es que la crisis de las instituciones representativas arrastra a muchos sectores sociales a posiciones de rechazo del sistema. Que de ahí pueda salir algo mejor, es altamente dudoso.

3.- Usted ha tenido la ocasión de viajar y conversar con personas de diversos países vinculadas al pensamiento católico tradicional. Recientemente, participó en un coloquio internacional convocado por The Roman Forum en Italia. ¿Podría darnos su parecer acerca del estado de la defensa de la Tradición hoy en el mundo?

El mantenimiento de las tradiciones requiere de un medio social que permita la transmisión. Eso es lo que cada vez resulta más difícil en el mundo pluralista en que vivimos. Pero los que son conscientes del problema y se esfuerzan por seguir perpetuando el depósito de nuestra civilización se encuentran hoy con el problema mayor de la fragmentación. Porque cuando hablamos de tradición católica no estamos refiriéndonos sólo a una tradición intelectual, ni siquiera a una completa visión del mundo, sino a una civilización que tras la disolución de la Cristiandad se ha roto en mil fragmentos aislados. Hoy es muy frecuente encontrar defensas de la moral sexual y familiar natural por los mismos grupos que contribuyen a sostener una política que progresivamente hace imposible el mantenimiento de esa moral. Otros defienden la tradición litúrgica, despreocupados de la tradición política. O al revés. Algunos por fin reivindican pedazos de la cosmovisión tradicional de modo “ideológico”, a veces “conservador”, otras “revolucionario”.

En esta situación, la coyuntura empuja a muchos a salvar lo que se puede de un viejo navío naufragado. Mientras otros se esfuerzan por recordar que los despojos que van a la deriva pertenecieron a un buque cuyas dimensiones, características, etc., es dable conocer. Y todo debe hacerse. Pero lo que no puede olvidarse es que sin el acogimiento de una civilización coherente todos los restos que se salvan, de un lado, están mutilados, desnaturalizados, y –de otro– difícilmente pueden subsistir mucho tiempo en su separación. Así la clave no puede hallarse sino en la incesante restauración-instauración (¿cómo no recordar de nuevo a San Pío X?) de la civilización.

4.- Frente a las acusaciones que han resurgido en numerosos lugares por el mal comportamiento de algunos clérigos, incluso en las más altas esferas de la Iglesia, ¿cuál debe ser nuestro rol como laicos? Más precisamente, ¿cómo podemos enfrentar y reprobar tales abusos sin contribuir a agravar el escándalo?

La crisis de la Iglesia contemporánea es un tema central. Que supera amplísimamente el comportamiento de los clérigos. Más aún, resulta difícil pensar en la extensión de ese mal sin causas más profundas. Lo que estamos viendo con pesar, podría decirse, es el resultado de la destrucción de la teología dogmática, moral y espiritual, y de la demolición consciente o no de la disciplina eclesiástica durante decenios.

La crisis de la Iglesia manifestada por el Concilio Vaticano II, precedente en sus causas al mismo y multiplicada por el mismo, no puede sino introducir en nuestra consideración factores preternaturales, pero por lo dicho también desde un ángulo humano obliga a no soslayar sus consecuencias. Si la liturgia o la catequesis tradicionales cincelaban los espíritus en una continuidad venerable, las últimas generaciones han crecido en la desolación de un culto horizontalista y en la pretensión de inculturar la fe católica en el modernismo. Frente a la crisis pavorosa, las reacciones han venido en general condicionadas por el humus cultural en que arraigaba la crisis. En la versión más dura, importante en Francia, pero poco relevante fuera de sus fronteras, a través de una defensa eficaz de las formas tradicionales, pero tarada por la falta de autoridad (fenómeno de orden natural, de disciplina eclesiástica y de fe católica) y por la dificultad para afirmar esa dimensión unitaria y múltiple al tiempo de la tradición. En otras versiones que no han chocado, o no siempre, o no en todo, con el establishment eclesiástico, singularmente romano, la de los llamados “movimientos” o institutos seculares (aunque también la versión dura dé lugar, en algunos, a algo semejante a un movimiento), sobre la mixtura de elementos católicos naturaliter con otros modernistas, y sin que haya dejado de gravitar también una tendencia al aislacionismo de corte “sectario”. Frente a la necesidad territorial de la parroquia se ha impuesto, como quiera, por doquier, la elección y el gusto. Lo que no siempre es bueno para conservar el espíritu católico. Pero que muchas veces es una exigencia de pura autodefensa.

Pero vuelvo a su pregunta. Puede haberse dado en algunas denuncias una voluntad de combatir a la Iglesia. Pero si son verdaderas, no cabe sustraerse a su condena. También ciertas reacciones sanas (y aun heroicas) de defensa de la tradición disfrutaron de apoyos de enemigos de la Iglesia, pensando en que esas luchas la debilitaban. Puede también haberse dado (últimamente) una intención orquestada en el seno de una guerra interna de naturaleza eclesiástica. Pero, de nuevo, tratándose de denuncias que cabe pensar verdaderas, y aun lamentando esas manipulaciones, cabe exigir que se aclaren esos hechos. Otra cosa es la difusión delirante que puede arrastrar por el fango el honor de personas intachables, que también puede estar dándose.