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Destrucción masiva

Las fiestas patrias son una fecha ideal para pasar con la familia y amigos. Para muchos chilenos, es una buena oportunidad para salir de la ciudad y gozar de las bondades del campo o alguna zona rural de nuestro país. Los que no tienen la posibilidad de viajar, por su parte, se las arreglan para asistir a alguna fonda, tomarse un terremoto, bailar unas cuecas, ir a la parada militar, o cualquier otro panorama que permita festejar como la fecha lo amerita. Incluso a los que les toca trabajar, las fiestas son una buena oportunidad para hacer un buen negocio o tener algunos ingresos adicionales.

Para los habitantes del pueblo-carrete de turno, sin embargo, es un feriado que esperan que pase rápido.

De un tiempo a esta parte, se hizo costumbre que para el dieciocho el carrete universitario del nicho ABC1 se concentre en alguna remota localidad. Este año, según lo que supe, le toca a Guanaqueros y Tongoy. La coordinación social de este fenómeno es curiosa por donde se mire. No hay algo así como un líder que defina dónde se va. A finales de julio o principios de agosto, cuando ya “todos bajaron” (de la nieve, por supuesto), por alguna misteriosa razón ya “todos” saben dónde se va para el dieciocho. Por lo general, el destino se define en algún lugar costero con la infraestructura suficiente de cabañas y campings ―no así de estacionamientos― para alojar lo más barato posible. Lo importante es hacer cundir la billetera para el copete y el intenso carrete que vendrá, lejos de sus papás, desde luego.

La particularidad de esta celebración no es la vida familiar, la sana amistad o la exploración de nuestra cultura y costumbres criollas. Lo que parece buscarse allí no es otra cosa que una destrucción masiva. Es una especie de año nuevo en Valparaíso, pero de cinco días seguidos. Cinco invivibles días para el habitante del lugar. No hay ley ni orden. Todo vale. La única finalidad pareciera ser el exceso, como si el mundo se fuera a acabar. En la cabaña, la calle o la playa, donde sea, vale la mamadera, el pito y altísimos decibeles reggaetón. Entre mucho Maluma, Bad Bunny y Ozuna se revive, a ratos, la cumbia y una que otra cueca para justificar la ocasión. Y lo importante, por supuesto, es que “todos” están ahí. Nadie falta, ni nadie sobra. La identidad del joven-universitario-bien se basa en estar ahí y, en definitiva, hacer lo que “todos” hacen.

El hombre masa, según Ortega y Gasset, es el hombre que se siente como “todo el mundo”. El “todos”, por un lado, y la estrecha comprensión de lo que es el “mundo”, por el otro, es el eje central que orienta a muchos jóvenes universitarios hacia un comportamiento inexorablemente individualista y destructivo. En la carencia de la intimidad, de la inalienabilidad del ser y del irrevocable yo, veía Raymond Aron, el hombre masa se encuentra dotado solo de apetitos y presumiendo solo sus derechos.

Ese inmanente individualismo de la masa, repercute también en ese otro “mundo” que parece invisible en la vorágine de la celebración. La destrucción del inmueble, el mar de botellas, cotillón y basura esparcidos por las calles, reflejan no solo su egoísmo, sino también un desprecio por el lugar y su gente. En una época donde las muertes por atropello nos han dejado de sorprender, por ejemplo, ya ni siquiera las víctimas parecen importar. Lo relevante de las tragedias parece ser, por el contrario, la identidad del papá del victimario.

Un pseudo turismo de carácter extractivo donde el poder de compra, la clase social y las ganas de hacer lo que a cada individuo le plazca, son suficientes para que cada uno haga lo que se le dé la gana. Individualismo puro. Otros lo llaman libertad. Como sea, una práctica insostenible para cualquier patria que aspire en esta fecha a celebrar.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera