Good bye Lenin

Daniel Mansuy H. | Sección: Política

Puede decirse que la elección interna que enfrenta hoy la UDI representa el fin de una época. Desde su fundación, la colectividad gremialista se había caracterizado por su orden y disciplina internos, que le permitieron crecer a una velocidad que tiene poco parangón en la historia. Si a principios de los ’90 la UDI se esforzaba en rentabilizar su exigua representación parlamentaria, pocos años después se transformaría en el partido más grande de la derecha y del país. Aunque hasta ahora no ha conseguido llevar a uno de sus militantes a la Moneda, siempre supo ejercer el poder a partir de una extraña combinación de doctrina y pragmatismo que Jaime Guzmán encarnaba a la perfección. Explotó siempre al máximo -y un poco más allá- las posibilidades del binominal. Y, como si esto fuera poco, contaba con liderazgos claros y respetados internamente. Todo lo anterior le permitió sortear escándalos que de seguro habrían tumbado a otras agrupaciones (basta recordar el caso Spiniak).

Sobra decir que todo esto voló en pedazos: la UDI ordenada y hegemónica es sólo un recuerdo. Su relato se agotó, dejó de ser el partido más grande y las huestes se desorientaron. Para empeorar las cosas, sus líderes naturales abandonaron la primera línea sin preocuparse de la sucesión (no merecían ser reemplazados por nadie: en política, el egotismo es una enfermedad incurable). A diferencia de lo ocurrido en la administración anterior de Sebastián Piñera, su peso actual en la marcha del gobierno es más bien relativo: Evópoli se sumó a la mesa, RN tiene más parlamentarios y José Antonio Kast amenaza por la derecha. En pocas palabras, dejaron de ser hegemónicos, y no les queda más que conformarse con un papel secundario.

Este declive puede explicarse del modo siguiente. Si la función -y, por tanto, la estrategia- de la UDI fue nítida durante la transición (de allí su éxito en ese momento), nadie se preguntó seriamente por lo que habría de ocurrir después. En los años noventa se podía jugar a la defensiva (había que proteger el legado de la dictadura), se podía enarbolar el cosismo (imaginaban que la revolución silenciosa había acabado con las ideologías) y se podía defender públicamente a Pinochet (incluyendo visitas a Londres). Hoy, nada de eso es viable y, en ese sentido, no resulta claro cuál podría ser la especificidad de la UDI en el escenario presente, más allá de la administración de ciertas cuotas de poder.

Este contexto permite comprender la inédita división que vive hoy el partido. Aunque no se trata de su primera elección competitiva, ahora se cierne una amenaza efectiva de quiebre interno. Los graves problemas en el padrón electoral sólo contribuyen a agravar la cuestión previa: ¿cómo conciliar los distintos proyectos que conviven al interior de la UDI? Así, mientras Jacqueline van Rysselberghe busca protegerse de la amenaza de José Antonio Kast hablándole a la militancia más fiel (aquella cuya biografía está vinculada a Pinochet); la generación Macaya busca actualizar el discurso y mirar hacia el futuro, aunque no ha logrado especificar mucho más su proyecto.

El grado de amplitud interna que ha alcanzado la UDI se ve reflejado en un hecho muy simple: según el resultado de la elección, habrá quienes quieran irse a Evópoli o a Acción Republicana. Esto implica que la militancia del partido cruza todo el espectro ideológico de la derecha, sin un motivo que la reúna. La disyuntiva entonces se resume en dos alternativas igualmente delicadas: fraccionamiento definitivo o esterilidad política. Quizás nada obligaba a que este dilema fuese tan radical, pero la actual timonel eligió tensar al máximo la vida de la colectividad. Nunca integró ni dio espacio a otras facciones, y el precio puede ser caro: aunque es probable que gane la interna, habrá jibarizado el partido que recibió. En otras palabras, no será Presidenta de la UDI, sino sólo de una parte de ella. Además, tendrá que competir con Kast en el nicho más duro y, en ese negocio, el ex diputado tiene todas las de ganar. Por su parte, Macaya enfrentará sus propios desafíos si logra la proeza: integrar a los derrotados y, sobre todo, elaborar un discurso que le permita diferenciarse de las otras colectividades de su coalición.

Edmundo Pérez Yoma afirmó en alguna ocasión que la UDI era el último partido leninista. Y tenía razón: hasta hace no mucho tiempo, la colectividad gremialista fue un partido de cuadros, orden y doctrina, que tenía incluso sus propios mártires. Muchos se sentirán tentados de quedarse en la dimensión peyorativa del calificativo empleado por Pérez Yoma, pero la verdad es que ese aspecto no agota el problema. Después de todo, los partidos leninistas proveen orden, y ese dato está lejos de ser irrelevante en la derecha chilena, más aún si consideramos el auge de los discursos populistas. Dicho de otro modo, el fin de la UDI puede marcar el fin de la derecha tal como la hemos conocido. Esto tendrá efectos en todo el sistema y, por cierto, nada asegura que esos efectos sean positivos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.