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Chilenos, religiones y ateísmo

Todas las mediciones recientes -incluyendo la última del CEP- señalan el crecimiento del ateísmo en Chile. Cada vez más personas dicen no creer en Dios. Muchas, porque rechazan la concepción de un Dios-persona, aunque aceptan algún gran poder de otro tipo; y otras, porque adhieren a la autogeneración y autoconservación de la materia, a la que consideran elemento único de la realidad. Marxistas, darwinianos y otros especímenes.

Pero, razonando más allá de los números de la última encuesta, de la tantas veces cuestionada medición del CEP, ¿existen de verdad los ateos?

Déjame mirar cómo te vistes, qué tatuajes te imprimes, cuáles son tus placeres, qué haces en tu tiempo de descanso y te diré en qué crees. ¿Ateos? No, no los hay en Chile, ni en ninguna parte. Lo que existe son creyentes fervorosos en el Che y en Neruda; o en esta o aquella fuerza oculta estampada con tinta en la piel, mediante signos esotéricos; o devotos del sexo y de la droga; o amantes de los deportes extremos, algunos de sus fieles hasta con voto perpetuo. Cada uno con su pequeña religión. La sentencia es certera: «El que no cree en Dios, cree en cualquier cosa«.

También, a partir de la encuesta, se aprecia que los católicos han disminuido en casi 20 puntos porcentuales en los últimos 20 años. Eso dicen los números, pero ¿qué puede deducirse a partir de ellos?

Que -en contraste con las cifras- la adhesión a la Iglesia Católica ha crecido cualitativamente, porque quienes la han abandonado tenían una relación tan débil con su fe -¡con su Dios!- que han sido incapaces de superar los dramáticos casos de abusos y se han dejado llevar por el desánimo o el despecho; han comunicado su decisión de no ser ya más católicos y han depurado así, por propia decisión, las filas de una Iglesia a la que no le conviene contar con pertenencias meramente nominales, sino con fieles consecuentes en las buenas y en las muy malas.

Quién podría negar que los católicos han vivido desde hace más de un año un clima devastador de acoso comunicacional, por lo que la consolidación de quienes mantienen su adhesión a la Iglesia, sin duda, refleja un crecimiento en la calidad de sus decisiones. Es en las grandes crisis cuando los números bajan y la fidelidad sube, y por eso mismo, es posible que todavía haya otros tantos que prefieran una travesía por el desierto y abandonen la tierra prometida a la que ya habían llegado. Una pena, pero también, un dato clarificador.

Cabe, además, reflexionar sobre un tema oculto. Parece que no se pregunta en la encuesta sobre la tan repetida sentencia: «todas las religiones son iguales y, por lo tanto, dan lo mismo«. Es posible que un porcentaje de quienes se definen como «sin denominación» no se reconozcan a sí mismos simplemente como ateos, sino que suscriban la ilusión por la que daría lo mismo creer o no creer que Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre, creer o no creer en los sacramentos, creer o no creer en la vida eterna. Pero, si el 76% es capaz de identificarse con una religión concreta, es evidente que la inmensa mayoría implícitamente rechaza todo sincretismo religioso, toda mezcolanza de espiritualidades con sentimientos adobados con unas dosis de misterios.

Y esto tiene importancia enorme para las religiones con una fe determinada, una moral concreta, una disciplina específica y unos ritos formalizados: pueden estar seguras de que no sacarían nada con diluir sus mensajes al gusto del consumidor, sino que los deben seguir planteando con claridad y rigor, para el bien de su fieles.

Porque, como ha sucedido en tantos otros momentos de la historia, esa es la única manera de conseguir el retorno a la fe verdadera de las multitudes que hoy creen en esta o en aquella moda.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio