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Headhunters

Una cosa es el legítimo repudio provocado por la muerte de un comunero mapuche -asesinado, todo indica, por fuerzas paramilitares del Estado que han ocultado su responsabilidad-, y otra es que ello justifique muestras de indignación calculada a todo dar. Por ejemplo, la del senador vinculado a la región que sale diciendo: “aquí tiene que rodar una cabeza, cuál, le paso la palabra al Presidente de la República”. Vale, los canales institucionales para hacer justicia son lentos y no siempre están a la altura de su función; pero exigir cabezas, cualquiera cabeza, con tal de encauzar iras, suena a aprovechamiento burdo y con saña.

Con todo, pasa como si nada, porque se nos tiene mal acostumbrados. Así se habla por redes sociales y así creen los políticos que se salvan. El senador, de que lo tachen de “huinca” conciliador y, el gobierno, sirviéndoles en bandeja la cabeza del intendente (no vaya a ser que vayan por más y más alto). Claro que uno adhiere a esta lógica y concede chantajes. Ocurrió con Mauricio Rojas. Bastó que armaran un escándalo por algo bastante menor que lo de Camilo Catrillanca y tomaron nota que este gobierno es enfermo de acomplejado en materia de corrección política.

Nada que no nos sea familiar. En el mundo universitario llevamos más de una década funcionando según estas coordenadas, y cabezas han rodado y siguen rodando, cuando no se las mantiene en su lugar en vilo, amenazadas. Autoridades elegidas en universidades fiscales, tienen, por de pronto, que contemplarle la cara a la militancia cortacuellos de estudiantes o profesores -Dios nos guarde, si confabulados-, es decir, les ponen a disposición su pellejo desde la partida. Y, bueno, sí, no escasean los académicos de larga data, habituados a otra cosa, incapaces de funcionar en ambientes así de tóxicos. Renuncian entonces Gabriel Salazar a la Universidad de Chile, Gonzalo Rojas Sánchez a la PUC, y, por lo visto, algo similar se vuelve a producir, ahora, en la UDP con Leonor Etcheberry, aunque en su caso no es que el feminismo pida su cabeza, al contrario, sino que la deplorable situación económica de la universidad manda, esta vez, a desvincular o decapitar (los de arriba que promovieron la gratuidad siguen en sus puestos).

Los motivos y excusas puede que sean distintos, pero los efectos y la antropología apuntan a lo mismo. Testaruda, esta última. Tribus antiguas de headhunters portaban cráneos de sus víctimas en sus monturas mientras cubrían el ancho espacio que conquistaban. Quizá nuestro pasado euroasiático delata al bárbaro que seguimos siendo. Descendemos de esos salvajes que arrasaron ya una vez con toda una civilización, y sabemos qué función cumplió la guillotina.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera