Ruiles del Maule

Pedro Gandolfo | Sección: Historia, Sociedad

Al bajar en estas fechas desde la ciudad de Cauquenes a los balnearios vecinos de Pelluhue y Curanipe, el camino, internándose por una quebrada profunda, descubre ante el viajero un paisaje deslumbrante. A la derecha de la quebrada, en contraste con las plantaciones industriales de pino radiata al otro lado, se yergue un bosque de ruiles que parece trasladar al ojo a otra latitud más húmeda y exuberante.

El ruil (Nothofagus alessandrii) fue identificado como especie endémica por el profesor Marcial Espinoza en 1928, pero es un árbol existente en la zona desde tiempos muy remotos -miles de años-; de hecho, se estima que es el Nothofagus más primitivo del hemisferio sur, un remanente de un período en el cual el clima en el Maule y en Chile era totalmente diferente al actual: un fósil viviente.

En la década del 80 cubrían más de 800 hectáreas, y una década después su población había descendido a poco más de 300. Se encendieron las alarmas: se lo declaró en peligro de extinción, «monumento natural» -por consiguiente, con prohibición absoluta de tala-, y se creó, precisamente en el sector de Chanco donde yo lo observé en su esplendor hace unos días, una reserva nacional que hoy protege unas 80 hectáreas del total.

El ruil, un hermoso árbol que puede alcanzar hasta 30 metros, existe de manera fragmentaria exclusivamente en esa franja de la cordillera de la costa, entre Curepto, por el norte, y Chanco, por el sur. Es un sobreviviente del célebre «bosque maulino costero», ya legendario en los primeros años de la Conquista.

A fines del siglo XVIII, el vasco Santiago Oñederra puso su atención en la desembocadura del río Maule y sus alrededores para fundar astilleros, considerando, entre otras razones, la gran disponibilidad de diversas maderas útiles para la construcción naval. Durante todo el siglo XIX, el éxito comercial del puerto de Nueva Bilbao -después Constitución-, la expansión cerealera y la prosperidad del negocio naviero en la región involucraron su explotación intensiva. En las primeras décadas del siglo XX, justo cuando se identifica al «ruil» diferenciadamente, ese bosque ya había sido reducido a una mínima extensión.

Al atravesar esa quebrada, la belleza emerge asociada a la complejidad, convivencia y colaboración de distintas especies, variedad de formas y tamaños. El hábitat del ruilar -lo que va quedando de él- es un tesoro de conocimiento, memoria y estímulos que merece máxima atención y admiración. Ese hábitat, pese a las medidas y planes en ejecución, sigue siendo frágil y vulnerable, y su presencia extemporánea, casi fantasmagórica, es un llamado de atención contra el pragmatismo brutal con que nuestra evolución económica se ha llevado a cabo durante siglos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.