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La moral ausente

En Chile parece no haber delincuentes, sino condiciones sociales que hacen que la gente cometa delitos; tampoco hay militares corruptos, sino escaso control civil sobre las Fuerzas Armadas –una rémora de la dictadura, según ha explicado el Presidente de la República—; los jóvenes que amenazan a sus profesores, patean en el suelo a carabineros y destruyen infraestructura no son violentistas, sino estudiantes que manifiestan su desencanto con un sistema educacional injusto; menos aún existen los vándalos que rayan y ensucian la ciudad, sino “grafiteros”, artistas urbanos que, al no encontrar espacios para expresarse, se ven forzados a pintarrajear cada muro que encuentran e incluso “adornan” obras de arte como la escultura Unidos en la Gloria y en la Muerte recién reinstalada frente al Museo de Bellas Artes. No tenemos tampoco políticos ni empresarios corruptos, sino personas que están a la espera de un juicio porque el Servicio de Impuestos Internos antes no era tan exigente como ahora.

Este es el país donde el cojo le echa la culpa al empedrado y en el cual la ocasión -y solo ella- hace al ladrón. Culpar a las circunstancias le quita responsabilidad a individuos de carne y hueso e impide hacerse cargo de la raíz del problema, que reside en la esfera moral.

El problema no es solo que habitamos en un país desigual o con regulaciones deficientes, sino que impera entre nosotros un ambiente moral en el que cada uno se permite hacer lo que quiere, sin considerar al resto en busca de la satisfacción de sus deseos y en la persecución de sus intereses. Vivimos en lo que el filósofo canadiense Charles Taylor denomina la “era de la autenticidad”, en la cual cada uno aspira a vivir su propia existencia libre del sometimiento a modelos impuestos por la autoridad religiosa o política, la sociedad o la generación anterior. El individualismo resultante de esta actitud corroe y desintegra la convivencia.

Pese a que las manifestaciones de este fenómeno son numerosas y ubicuas, nadie las quiere reconocer. Tenemos tantos árboles frente a nosotros, que no queremos ver el bosque. Nos encontramos en estado de negación. Un autoengaño que conduce a creer que los inconvenientes se arreglan con leyes y a proponer soluciones técnicas para problemas morales.

Tenemos leyes para todo: ¿Violencia en los colegios? Aula Segura. ¿Machismo? Ordenanza municipal antipiropos. ¿Accidentes de tránsito? Rebaja de la velocidad máxima a 50 km por hora. ¿Financiamiento irregular de la política? Ley de Probidad, Leyes Insulza-Longueira, Leyes de la Comisión Engel, etc. ¿Prácticas anticompetitivas? Prisión para los coludidos.

Por otro lado, somos adeptos a convocar comisiones de expertos, gurúes que, supuestamente, podrán arreglarlo todo de manera aséptica y allanar el camino hacia el santo grial del desarrollo. El técnico razona y propone con una lógica alejada de la moral: ve problemas y soluciones, nada más. Así, frente a la evasión del Transantiago, por ejemplo, propone “corrales” donde los pasajeros  reciben un tratamiento más propio del ganado que de personas con dignidad humana.

De esta forma, una sociedad que carece de vínculos comunitarios fuertes y avanza hacia un individualismo cada vez más intenso, va entregando más y más poder al Estado a través de las leyes que lo regulan todo y tecnócratas que lo controlan todo. Hace casi dos siglos, el francés Alexis de Tocqueville advirtió sobre este peligro, que termina convirtiendo al Estado en un “ser inmenso” con amplios poderes que dan pie al surgimiento de un despotismo democrático. Pero el legalismo y la tecnocracia son parches que no curan la herida, porque el problema no es de orden legal ni técnico, sino de naturaleza moral. Detrás del delincuente, el violentista, el que raya muros, el uniformado que traiciona su deber, el coludido, el político tramposo y el empresario que lo corrompe, hay decisiones tomadas deliberadamente. Si bien estas se dan en un contexto que a veces puede resultar muy adverso, ello no anula la realidad de que la apabullante mayoría de quienes las adoptaron pudieron haber escogido no hacer el mal.

Reconocer que el problema es causado por la falta de moral pública supone aceptar que, salvo contadas excepciones, las personas pueden elegir entre opciones contrapuestas. Y que existen el bien y mal. Lo anterior no implica negar que en la vida concreta muchas veces las cosas no se presentan con toda claridad y que a menudo predominan los matices. Pero, tal como los grises solo son posibles gracias a que existen el blanco y el negro, la dificultad para discernir no refuta la existencia del bien y el mal ni el hecho de que normalmente, en el fondo de nuestra conciencia, somos capaces de distinguir lo correcto de lo incorrecto.

Pese a lo anterior, hace un tiempo largo hemos dejado de hablar de moralidad pública. En su reemplazo usamos placebos inefectivos y nos autoengañamos culpando al empedrado y atribuyendo a las leyes y a los técnicos un poder terapéutico del que carecen. En parte, el rechazo al discurso moral se debe a que a menudo quienes enarbolan esa bandera lo hacen para pontificar y apuntar con el dedo de manera insensata y hasta cruel, con un sentido de superioridad que resulta molesto e incluso peligroso. En alguna medida, el desprestigio de la moral se explica por los excesos de moralina en que han caído quienes la usan para acusar y actuar de manera despótica y excluyente.

No obstante lo anterior, también es necesario reconocer que el destierro de los conceptos de bien y mal supone perjuicios sociales severos, pues elimina parámetros de convivencia, genera confusión y provee explicaciones y soluciones incompletas. Tenemos que admitir que la liberación de la moral ha generado otros problemas muy graves que amenazan nuestra convivencia. Por lo mismo, un retorno moderado de la moral al espacio público permitiría identificar adecuadamente las causas de muchos de nuestros problemas y facilitaría el combate contra prácticas mañosas y dañinas que hieren a la sociedad.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, www.ellibero.cl