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El aula violenta

La violencia física y la amenaza de violencia son ilícitos, cualquiera sea el ámbito en que se den. No hay espacio alguno en una comunidad en que un acto violento se halle legitimado, salvo la defensa propia y ajena. La contrapartida de esa prohibición es la capacidad que se otorga a una institución del Estado -el tribunal- para autorizar la aplicación de violencia en casos muy calificados -los delitos-, previo proceso. Ese poder del Estado, el poder punitivo, es excepcional y se encuentra en extremo reglamentado por las reglas jurídicas estrictas.

La escuela no está libre de violencia e, incluso más, parece ser especialmente vulnerable a ella. En estos momentos se discute un proyecto de ley que aumenta la capacidad disciplinaria de las autoridades escolares para sancionar actos de violencia graves que se producen en ella. Es del todo razonable que la comunidad escolar disponga de los medios suficientes para defenderse eficazmente de esta situación que es por completo incompatible con el clima de mutuo respeto que requiere la complejidad del proceso educativo. Es razonable, de otro lado, que esos medios no vulneren las garantías que los alumnos, como cualquier persona, tienen cuando son acusados de participar en un acto violento de la intensidad que está en discusión.

Lo que a mí, en lo personal, me mueve a meditación, y lo digo por experiencia personal, es el deterioro creciente y permanente del clima que se vive en la sala de clases, sin que las conductas escalen hasta ninguna de aquellas situaciones extremas. Ejercer la docencia y ser alumno es una actividad cada día más desagradable, áspera, con una hostilidad que se halla latente y presente en distintas variantes, sin necesidad de alcanzar los extremos que se discuten. La crisis de autoridad y respeto mutuo en la escuela es profunda, extendida y dolorosa, y los casos de violencia extrema son la punta del iceberg de un colapso en la convivencia que está inescindiblemente asociado con la mala calidad de la educación, una mala calidad que frustra tanto al docente como al alumno.

La frustración engendra rabia, rencor, desprecio, desinterés, desidia, apatía.

A veces oigo decir: «No exageres, la educación chilena no está tan mal«. Lamentablemente, una serena evaluación, según parámetros objetivos, conduce a la conclusión contraria. La educación, la buena educación, es un remedio contra la violencia porque, entre otras cosas, enseña a conversar con personas que son y piensan distinto. En cambio, la mala educación, aplicada año a año, no debemos engañarnos, es una forma particularmente grave de violencia: 12 años de escolaridad obligatoria malgastados puede ser un factor importante en el origen de la violencia externa que el alumno replica en el aula.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio